Los cuarenta años de las elecciones democráticas tras la dictadura han sido conmemorados con abundante añoranza, numerosos artículos de opinión y magnífico material fotográfico. Los pasos de Dolores Ibarruri cogida por Rafael Alberti bajando las escaleras del Congreso de los Diputados para presidir la primera sesión como parlamentarios de más edad es un icono de la transición. En ella «palpitan los sentimientos más primarios e inolvidables de los momentos que cambiaron generaciones». El signo de que España empezaba a pasar página del franquismo.

Tengo la certeza de que fue una transición muy costosa para los más desfavorecidos. No fue fácil para los trabajadores, ni tampoco para quienes se jugaron la vida, la libertad y la cárcel. Por eso fue imperfecta.

Ahora bien, la experiencia vivida durante estos cuarenta años no justifica las descalificaciones y estereotipos facilones que ahora difunden Podemos e Izquierda Unida, presentando la nuestra como una falsa democracia, y ninguneando el enorme esfuerzo y sacrificio que hizo la ciudadanía para conseguirla.

Entiendo que la crisis económica fue el detonante de esta insatisfacción. Cuando el hechizo de los años de éxito se rompió dejando pobreza, desempleo y miedo al futuro, algunos buscaron en aquella época la cuna de todos sus males. ¿Puede la democracia solucionarlo? No, porque aun siendo el mejor método para tomar decisiones, es una forma de organización política. El problema está en las políticas, y en estos cuarenta años desde esas elecciones democráticas que hoy se conmemoran las ha habido de todos los colores y calidades, buenas, malas y peores.

Es verdad que las certezas que nos movieron tanto tiempo se esfuman. La indignación, el nihilismo se han apoderado de movimientos sociales, partidos y sectores ciudadanos, generando desconcierto entre las élites y los poderes mediáticos y económicos.

TODAVÍA SIN ENTENDER el triunfo de Pedro Sánchez en las primarias socialistas, buscan explicaciones a los resultados electorales de Reino Unido, tras condenar a Corbyn a la marginalidad, tildándole de izquierdista radical. Resulta que la «dulce derrota» es justificada por la pésima campaña de Theresa May, por el efecto de los atentados, por la estirada personalidad de la primera ministra… Todo para ocultar que Corbyn representa un liderazgo honesto, sin el marketing de los modernos cánones, con un programa de izquierdas que ha conseguido mantener bastiones laboristas tradicionales y arrastrar a jóvenes y urbanitas, de las grandes ciudades. Evitando que la clase obrera inglesa se decante por tesis xenófobas y nacionalistas como en Francia, Holanda o Austria.

¿Es fruto de un comportamiento ideológico? Seguramente no. Es la respuesta social de sectores que no ven en los programas y comportamientos tradicionales solución a sus problemas. El apoyo del 67% de los jóvenes menores de 25 años a los laboristas es un claro ejemplo de movilización generacional. Pero para movilizarlos hay que ilusionarlos y presentar líderes consecuentes, comprometidos, honestos y capaces.

Sin embargo el socialismo francés viró a la izquierda y fracasó, convirtiéndose en una fuerza residual, dando paso a un partido y un presidente de la República sin historia, dispuesto a construir un nuevo proyecto sobre las cenizas de la socialdemocracia y los restos de la derecha republicana. No hay certezas, la sociedad cada vez más liquida se mueve por sensaciones y proyectos diluidos en el maremágnum de las pretensiones y las necesidades.

¿Será que la democracia se ha convertido en el bazar de la simplicidad, como recientemente decía Daniel Innerarity? Probablemente, porque la política como proyecto a medio plazo no existe, gestionarla es complicado, poco rentable, poco vendible electoralmente. Las redes no se ocupan de ella, los medios de comunicación solo la hacen «reina por un día» y los ciudadanos buscan soluciones inmediatas, al margen de su complejidad.

La insatisfacción del incumplimiento lleva a la ira y de ahí a la melancolía. Seguramente es por esa circunstancia que se cuestiona el pasado, sin más argumentos que la insatisfacción del presente y el miedo al futuro.

Nos lo aclaró acertadamente Zigmunt Bauman: «Hoy únicamente podemos albergar dos certezas: que hay pocas esperanzas de que los sufrimientos que nos produce la incertidumbre actual sean aliviados y que solo nos aguarda más incertidumbre».