Ya no quiere arrancar Vilas, el poeta, del sentimiento de las frases su belleza. Tomadas de una en una quemarían en la palma de la mano como trozos de hielo, pero la cadencia del lenguaje y del relato acaba fundiéndolas en un río sagrado, de llanto y dolor, un río de muertos y resucitadas presencias. En esa corriente oscura, en su fuerza y peligro, reside la atracción abismal de este libro hechicero, escrito con las ventanas del alma, con el corazón, las uñas, la garganta, y con la música de Lou Reed sonando de fondo como una rota canción.

Hay un dios, omnipresente, pero no es el Dios de los creyentes, sino quizá el del primer hombre que experimentó la soledad de la angustia frente a la oscuridad de la noche. La voz del narrador, el lamento de las criaturas urdidas en Magia , habla con él, salmodia, le eleva el grito, pero nadie responde y esa altiva súplica se empoza en la prisión de la vida, en la cárcel de la carne. Hay un dios, allá abajo, y esta es su novela profética, profana, pues habla del padre y del hijo, del hijo y del mundo, y también del diablo.

El padre está enfermo, prostrado en la Casa Grande. Confiesa al hijo que la enfermedad no va a arrebatarle la esperanza, el humor, y que los médicos, al ocupar él una habitación de número fácilmente recordable, le atenderán con mayor solicitud. El hijo bebe espuma de coca-cola de lata, fuma, escudriña el exterior del hospital, iluminado por la luna roja de Zeta. Es un edificio hermoso, piensa, narcisista, pero las presencias no le dejan avanzar en su meditación. Está Franz, Kafka, otro Franz que no es Kafka, y está Lou Reed, el viejo Lou, y además está ese ingenuo romántico de Raskolnikof, escapado de Crimen y castigo , vivo, desolador en su expresión de santidad y desdicha. Es de noche cerrada y Raskolnikof yace a la orilla del Ebro y limpia sus manos en el agua turbia, como si quisiera lavarse de culpa. Ha venido a Zeta, a Cetísima, a cobrarse nuevas víctimas, a inspeccionar, como Franz, la materia de nuestras almas, pero antes le enseñará a Vilas, al narrador, sus pensamientos perdidos en las arenas de Libia, envueltos en cajas, con su celofán y lazada, y arrastrados por la corriente del río de los muertos y las resucitadas presencias. Kafka y el tío Lou se ríen de él, de nosotros. Ahora están en el dormitorio del iluminado de Z, al fondo de un piso de largo pasillo, subidos al armario ropero, observando cómo el hombre moderno duerme con el corazón abierto, y cómo de su cerebro escapan las imágenes de mujeres sensuales, las que no le miran ni reparan en él, aquéllas que lo están remitiendo a un mundo de fantasmas. Vilas, el poeta, despierta, pero ya no es Vilas, el poeta, ni el narrador, sino un vampiro necesitado de sangre. Coge el autobús, se compra unos zapatos caros, intenta inútilmente leer a Ken Follet, deambula por la ciudad mientras el espíritu de García Badell le sonríe, vas bien, Vilas, Magia va bien, y de las farolas alfonsinas cuelgan los cadáveres de los escritores que amaron a Cetísima, tantos, oh sí, hermano, como los besos que devoran las bocas porque el amor es comida rápida y todo se globaliza menos el purgatorio de los ángeles caídos que siguen penando en las cloacas y en las nubes de Cetísima...

Magia . Manuel Vilas. Un escalofrío más allá del lenguaje.

*Periodista y escritor