La visita del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, ha tenido desde su comienzo un perfil atípico. No le pudo recibir José Luis Rodríguez Zapatero, aún de regreso de la cumbre iberoamericana a la que el presidente venezolano no pudo asistir tras el asesinato del fiscal que investigaba el golpe de Estado de hace dos años. Tampoco el rey Juan Carlos, camino del encuentro del que se espera que suavice las relaciones con el presidente de EEUU. Su único acto oficial de ayer, una visita al memorial de las víctimas del 11-M, se vio enturbiado por una espontánea (o no tanto) manifestación de apoyo.

No deja de ser incómodo tanto el populismo del líder venezolano como los modos de una oposición que no se resigna a admitir que perdió la última consulta electoral. Esta división muestra claramente los límites de un cierto caudillismo que queda muy lejos de nuestra realidad. La recuperación del contacto bilateral entre España y Venezuela, en lugar de la hostilidad a la que se llegó con el anterior Gobierno, forma parte de la normalización necesaria de nuestras relaciones internacionales. Aunque el abrazo de Chávez quizá no sea en este momento el que necesite más urgentemente la política exterior española.