Chile es conocido, entre otras cosas, porque de tiempo en tiempo algún terremoto estremece nuestra larga y heterogénea geografía. Pero también hay veces donde el alma nacional, el sentido colectivo de nación, vive conmociones mayores. Y vemos como todo el mundo da vuelta los ojos hacia nosotros, porque esas conmociones han sido tanto o más fuertes de las que a veces remecen nuestra tierra entre cordillera y mar.

Es lo que hemos vivido en estos días cuando se ha hecho público el Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura. Allí, por primera vez, los chilenos conocieron la verdad sobre la responsabilidad del Estado por las torturas ocurridas durante el régimen militar entre 1973 y 1990. Es una verdad que ellos habían previamente sólo supuesto, negada por algunos, silenciada por otros. Allí está el testimonio de más de 35.000 personas residentes en Chile y en el extranjero. Veintiocho mil de esos testimonios han sido aceptados como válidos tras ser estudiados rigurosamente y algo más de 7.000 pasarán a una segunda consideración.

Creo no equivocarme al señalar que este informe constituye una experiencia sin precedentes en el mundo. Ha sido capaz de entrar --luego de tres décadas-- en una dimensión oscura de nuestra vida nacional, a un abismo profundo de sufrimientos y de tormentos.

¿Por qué lo hemos hecho? Porque en última instancia toda sociedad necesita encontrar el cauce por donde sus verdades vayan al encuentro con la historia.

Es cierto que el pueblo pudo en 1988 derrotar a la dictadura con la expresión alegre de su fervor ciudadano. Y todo el mundo vio como Chile decía No y repudiaba los propósitos continuistas del régimen autoritario. Hace justo 15 años, en otro diciembre, pudimos elegir libremente un presidente y un Parlamento, para retomar la senda de la democracia nuestro país.

Desde entonces hemos caminado con madurez y ponderación, pero sin detenernos nunca, en el camino para derribar los muros tras los cuales se ocultaba la verdad. Lo primero fue el Informe Rettig, cuya labor, en 1991, trató de establecer un cuadro lo más completo posible sobre las más graves violaciones a los derechos humanos, con resultado de muerte y desapariciones, cometidas por agentes del Estado o por particulares con fines políticos. Más de 3.200 nombres fueron reunidos mostrando en forma genérica lo ocurrido en Chile y nunca antes así reconocido.

LUEGO vinieron las medidas en favor de los que habían vivido en el exilio y de quienes habían perdido sus lugares de trabajo por razones políticas. En cada paso estuvieron en juego tres conceptos fundamentales: verdad, justicia, reparación. En 1999 se constituyó la Mesa de Diálogo, donde, por primera vez, representantes de las Fuerzas Armadas junto a destacadas personalidades de los organismos de Derechos Humanos y de diversas corrientes espirituales entraron a asumir una verdad común sobre lo ocurrido en Chile. Por primera vez se habló en conjunto de cuerpos enterrados clandestinamente y de prisioneros lanzados al mar.

Esta dura marcha nos llevó en el 2003 a entrar en el terreno más difícil: crear una comisión donde aquellos que aún iban por la vida con sus memorias, dolores y silencios a cuesta pudieran ser escuchados para contribuir, desde su testimonio, a la verdad de Chile y al cierre de las heridas.

Me he conmovido ante esos miles de relatos; las palabras de las víctimas estremecen. He sentido muy de cerca la magnitud del sufrimiento, la sinrazón de la crueldad extrema, la inmensidad del dolor.

Sin embargo, pienso que habla bien de Chile y su solidez atreverse a mirar la verdad. El informe nos pone al frente una realidad insoslayable: la prisión política y las torturas constituyeron una práctica institucional de Estado que es absolutamente inaceptable y ajena a la tradición histórica de nuestro país.

Chile, por supuesto, no ha sido el único en haber sufrido tal capítulo en su historia. No hace mucho que Europa, a la cual vemos como un modelo de respeto a los derechos humanos y a las libertades individuales, atravesó por un periodo en que los derechos humanos de algunos de sus ciudadanos fueron masivamente y terriblemente violados.

Todavía la historia nos muestra que otros países que han sufrido tales experiencias han logrado, con mayor o menor dificultad, curar sus heridas y construir un presente de libertad y prosperidad.

En ninguna de ellas la memoria fue borrada, sino que se ha transformado en parte de una historia compartida. Y para las nuevas generaciones es el desafío de cuidar el respeto a los derechos humanos como un patrimonio común de toda la sociedad.

El trabajo de esta comisión en Chile y la publicación de su informe, ha ido mucho más allá de lo que muchos imaginaron. El testimonio de cada hombre o mujer ha quedado guardado en una carpeta individual, ocupando un sitio en los archivos permanentes de la nación.

TAL VEZ SEAése el acto más importante para reparar a las víctimas en su dolor. Se terminó el silencio, se desterró el olvido, se ha reivindicado la dignidad de cada uno de ellos. Por cierto, habrá reparaciones. Serán modestas, pero responden a la obligación del Estado de reconocer su responsabilidad. El Parlamento estudiará los detalles.

Pero lo importante es más de fondo. Está en cierta luz que cruza ahora la convivencia de todos los chilenos. Porque hemos sido capaces de mirar toda la verdad de frente, podemos empezar a superar el dolor, a restañar las heridas.

He hablado a mi país desde una dimensión ética de la política. En este siglo XXI, ella debería estar en los cimientos básicos de las relaciones en cada sociedad y en el ordenamiento de la comunidad internacional.

Como hemos dicho en Chile, si queremos nunca más vivirlo, debemos nunca más negarlo.

*Presidente de Chile.