Aquellos estudiantes de periodismo que vean 'Uzbekos por el mundo' y se relaman pensando en su futuro profesional viajero, visitando países exóticos a coste de la empresa y viviendo experiencias al límite mientras cobran su salario se darán un día un cabezazo tremendo con la precariedad. Detrás están los estreses de hacer cuarenta tomas en veinte minutos, los desplazamientos «a que no llegamos» mientras el compañero va editando, los hoteles cucaracheros con dietas para chicle y medio y la mala vida en general del mileurista licenciado. Entre infarto e infarto poco turismo se hace y muchas ganas de haber hecho Derecho. Algo similar pasaba con esos programas que venden las virtudes del neorrural emigrado al pueblucho. Recuerdo hace unos años ver uno de estos que me dio que pensar. Lo protagonizaban una pareja jovenzana de Madrid, guapos ellos, preparados ellos, se habían trasladado a gestionar un bar-albergue que llevaba cerrado mil años en un pueblo del entorno del Moncayo donde vivían cuatro gatos y uno de Soria. Venían con más ganas que un toro por la calle Estafeta. Él hacía de camarero, chapuzas, recepcionista, cocinero y cuidaba a los cuatro animales que se pusieron. Un buen elemento. Ella, educadora social, se había liado la rasta a la cabeza y montado un servicio de ocio para la muchachada de 70 añazos para adelante que residía en el lugar. Daban valor por un tubo.

Cuando lo vi era una reposición. La curiosidad me dio por hacer una investigación. No me equivoqué. Duraron poco más. A la siguiente ocasión que salió el espacio a concurso, lo perdieron. Se lo quedó un hijo del pueblo. Supongo que el negocio funcionaba y que esos de la ciudad sobraban. Es pura imaginación. Puede que me equivoque. Puede que no.

De lo que seguro no me desvío es que estas cosas también pasan. Que no todo es un campo de rosas como enseñan estos programas, como la vida de los periodistas viajeros. Existe esa cara B desagradable y chunga. Que los jetas existen en los ámbitos rurales, que no se dejan que triunfe el nuevo, que cambie nada, que el beneficio me lo quedo yo que soy de aquí, que las tierras se pierdan baldías y la casa se derrumbe, pero bajo mi propiedad. Aunque mañana volvamos a cerrar el bar, es mío, mío y mío. Chufla, chufla. Este tipo de seres son un cáncer para su propia tierra, uno de los grandes frenos de estos parajes que necesitan como el comer savia nueva, que se integre, que no venga a dar lecciones o con aires de superioridad. Porque habrá gente que os ayudará, muchos, pero otros que os joribiarán también.