He recordado estos días que las elecciones europeas son las únicas convocatorias que siempre completan su ciclo electoral de cinco años, que nunca se adelantan. Y lo encuentro muy civilizado, la verdad. Últimamente nuestros ciclos electorales, con unos procedimientos anticuados y los vicios adquiridos en la fatiga de las campañas electorales, nos han sumergido más bien en un bucle.

Las campañas no suelen ser una oportunidad para explicarse sino un castigo para la ciudadanía. Medios de comunicación copados por mensajes prefabricados por un lado, y por los corsés de las juntas electorales por otro. Polemizar sobre cosas que ni siquiera se han dicho es el nuevo juego de los disparates. Los ciudadanos comunes que todavía creemos en la delegación de la gestión política y las bondades de la representación somos demasiado tolerantes con las puñaladas entre partidos. ¿Seguro que no bastaría con hacer propuestas -con sus qués y sus cómos, claro- y que fuéramos los electores quienes decidiéramos si nos convienen o no? Por no hablar del uso irresponsable de las redes sociales corporativas por parte de demasiados cargos públicos, en medio de expresiones de satisfacción de haberse conocido en general.

En clave municipal no oigo hablar suficientemente de cultura o contaminación, de la ocupación del espacio público o de los transportes, de los sintecho o de los expulsados de la sociedad, y en cambio hay una competencia clara en las propuestas más extravagantes. Spin doctors: piedad. ¿Y la europea? Si se trata de construir un espacio político común me gustaría saber qué harán estos u otros allí, cuando se encuentren con el resto de representantes que habrán seguido a su vez dinámicas propias en sus países. A la Europa quimérica deberíamos dedicarle un poco más de tiempo, aunque solo sea por los esfuerzos que se invierten en ella.

¿Avanzamos la jornada de reflexión? El tiempo pasa muy deprisa. Y es irrecuperable.

*Editora