Ahora resulta que el aire de Zaragoza ya no es aquella atmósfera límpida, saludable, oxigenada por el cierzo, bucólica y pastoril, sino una cámara contaminante de la que llueven dióxidos de nitrógeno y perjudiciales partículas que nos invaden la nariz a cada momento. Una campana fétida denunciada por la comisaria medioambiental europea, Margot Wallström, como la más polucionada de España, junto con los más previsibles y también enfermos cielos de Barcelona y Madrid. De manera que estamos en el triángulo de la peste aérea.

Son los coches, claro, pero asimismo las industrias del perímetro urbano los elementos ocasionantes de esta contaminación desatada, que empieza a rozar extremos peligrosos para la salud humana. Wallström, la comisaria que resistió los embates contra el Ebro, no suele hablar por diversión, y cuando advierte de una situación límite es precisamente para que se vayan tomando medidas. Además de la atmósfera, la comisaria ha señalado las aguas como otro extendido foco de contaminación. Por tierra, mar y aire, lo ponemos todo hecho una pena.

Una de las asignaturas pendientes de la sociedad moderna es la educación medioambiental, que casi nadie respeta. El litoral mediterráneo da verdadera grima, con las playas sembradas de latas y dodotis usados, pero es que incluso hasta las más recónditas calas de la Costa Brava, Baleares o Canarias llegan restos de inmundicias, plásticos, colillas, corrientes de materia orgánica. Ya no quedan paraísos en España sin envase de coca-cola o pelarza de plátano.

Y las ciudades, ya ven. Contaminadas por arriba y por abajo. Con los ríos de color marrón y los cielos suspendidos de polvillo industrial.

Pero todo esto no es sino culpa nuestra. Del conductor que utiliza combustibles descatalogados; del fabricante que ahuma el aire con la combustión de sus químicas; del peatón que escupe en la vía pública; del ciudadano que se niega a reciclar; del incivil que atrona con sus ruidos; del insolidario español que tira cosas a la calle, o al campo, o a las riberas de los ríos; de los incalificables convecinos que sacan al perro a depositar su zurute en plena calle y abandonan la caca sobre el asfalto, para que los niños vayan a jugar con el palo y las moscas extiendan sus coléricas bacterias.

Para éstos últimos, más irracionales aún que sus inocentes animales, la ley prevé una multa de unos 30 euros, pero jamás se ha visto que policía alguno aplique esta ya desfasada ordenanza. A esta extendida clase de guarros que cada día sacan al perrito a hacer sus necesidades habría que multarlos con cantidades muy superiores, desorbitadas, incluso, a fin de que se acostumbrasen a utilizar la bolsita y el recogedor. Porque hay calles zaragozanas, y parques, que son un depósito de perrunas cacorras. Esgrima el alcalde una sanción de 300 euros sobre sus cabezas y verá que pronto se termina el problema.

Como se acabó en un plis plás la plaga de escupidores en Ciudad de Guatemala. Allá, el regidor promulgó una norma ejemplar, y solucionó el asunto.

Palo o educación, esa es la cuestión.

*Escritor y periodista