Cuando se cumplen cinco años de la transferencia de enseñanza no universitaria a Aragón, el balance que realiza la comunidad educativa presenta luces y sombras. Sindicatos y padres no se ponen de acuerdo al valorar los efectos positivos y negativos que ha supuesto para Aragón gestionar directamente la competencia. Pero al final nadie responde con claridad a la pregunta clave, que se formula de manera muy clara: ¿estamos mejor ahora que hace cinco años? La respuesta a esta incógnita es a todas luces positiva; sí, estamos mejor. Ahora bien, ¿hemos avanzado lo suficiente, hemos aprovechado al máximo las oportunidades de una gestión más directa, cercana y, en teoría, comprensiva hacia las particularidades de una comunidad como la nuestra? Ahí es donde ya existen más dudas, y personalmente creo que en este caso la respuesta en negativa; no, no hemos exprimido al máximo las posibilidades de Educación. Sobre todo porque nos hemos enfrascado en debates coyunturales y corporativos y no hemos entrado en asuntos de fondo tan importantes como la elaboración del curriculum aragonés, por ejemplo.

El germen del problema, como en casi todos los ámbitos de la gestión pública, es económico. En este terreno es donde encontramos el pecado original de la transferencia, pues la dotación económica que se pactó en 1998 entre el Gobierno aragonés PP-PAR y el Ministerio de Educación fue corta. Aunque existiera un alto grado de consenso, si volvemos la vista atrás comprobaremos que los 80.000 millones de las antiguas pesetas suponen una cifra escasa para el servicio que se debe prestar. Hoy, el coste es mucho mayor, y la DGA ha debido echar mano de otras partidas para acometer las mejoras que ha creído oportuno y para satisfacer las peticiones de los influyentes agentes que intervienen en la educación. De entrada, era de prever que se tuviera que hacer frente a una petición sindical de homologar los salarios con los de los trabajadores de la enseñanza de otras comunidades autónomas. Como así fue. Al poco de asumir la competencia y ante la presión de los sindicatos, que venían muy crecidos de la última etapa de gobierno del Ministerio de Educación, la DGA se vio obligada a asumir una mejora retributiva de 24.000 pesetas mensuales a segmentar en varios ejercicios, lo que disparó el coste de personal previsto.

Pero al margen de este defecto de partida, otros problemas inesperados se fueron sucediendo desde la primera etapa, con Vicente Bielza como consejero, y llegaron al culmen durante el tormentoso mandato de la primera consejera de Educación del Gobierno Iglesias. Ni dos años aguantó en el cargo María Luisa Alejos Pita, una inspectora de Educación de la que el presidente socialista echó mano para buscar un modelo propio con el que gestionar la compleja competencia. Tras un inicio esperanzador, en el que se llegó a firmar un interesante Pacto por la Educación al que se adhirieron prácticamente todos los colectivos y organizaciones de la región, la llama de la ilusión se fue apagando. Agobiada por constantes protestas, aislada en su despacho con un equipo que no le fue fiel, la titular del departamento arrojó la toalla. Dejaba tras de sí un reguero de dudas con la financiación de la educación infantil en colegios concertados, un auténtico caos en la aplicación del programa de gratuidad de los libros de texto y un rosario de críticas a la situación de las guarderías.

La llegada de Eva Almunia, una mujer de perfil más político, al departamento en el 2001 calmó los ánimos y permitió enderezar el rumbo, si bien es cierto que la consejera ha tenido que lidiar el toro más complicado que ha salido al ruedo durante estos cinco años. La generalización de los convenios con los colegios concertados para extender la gratuidad de la educación al ciclo de Infantil provocó una airada respuesta de profesores y padres de la escuela pública, que secundaron mayoritariamente una jornada de huelga con la que pretendían presionar al gobierno de coalición para que retirara la medida. Los socios de coalición se mantuvieron firmes y no cedieron a la presión, ganando un pulso a los sindicatos que a la larga reforzaría el papel de Almunia. Desde aquel momento la socialista no ha mostrado empacho en tomar decisiones traumáticas para los sindicatos, que durante los últimos años de competencia del Ministerio de Educación, con el polémico Jesús Arriaga como director provincial en Zaragoza, y en los primeros años de competencia autonómica habían conseguido ser decisivos ante cualquier coyuntura.

Llegados a este punto, es necesario reclamar de la Administración educativa y de los partidos políticos un debate de ideas más profundo acerca de la educación que queremos. Estos cinco años, como se aprecia en este ligero repaso, han estado jalonados por cuestiones corporativas, por peleas de poder entre profesores y gobernantes, amén de las cuestiones crónicas de la educación que surgen en cada proceso de escolarización. Las Cortes deberían ser el lugar en el que se abordaran muchas de estas cuestiones, como es el caso del curriculum aragonés, o la aplicación de los cambios a los que obliga la nueva ley educativa, la polémica LOCE lanzada por el ministerio de Pilar del Castillo y de la que discrepa la DGA.

Cinco años después de gestionar la educación, y con logros tan importantes para los niños de la región como la extensión de los convenios o los libros gratis en Primaria, hay que abordar nuevas mejoras. Mucho se habla del bilingüismo en las aulas, pero seguimos casi igual que hace cinco años. Y algo parecido ocurre con los horarios de Secundaria, o con la homologación de los criterios de calidad con independencia de si el niño recibe clases en un colegio público, en uno privado concertado, en un pueblo o en una ciudad. Por no hablar de otras consideraciones sobre las que hay que reflexionar con urgencia, como las nuevas necesidades educativas que acarrea la inmigración. Aquí es donde residen los verdaderos retos de la enseñanza aragonesa, que debe abrir una nueva etapa tras estos cinco años convulsos de gestión propia.

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