En un momento como este, en el que han muerto más de 18.000 personas, en el que la enfermedad impide acompañar o despedir a los seres queridos, y en el que el sistema sanitario lucha por contener la epidemia --es decir: médicos y enfermeros se juegan la vida por nosotros--, casi cualquier otra consideración parece secundaria. Excepto, naturalmente, si tu trabajo consiste en eso. Eso vale para todo el mundo y también para el ministro de Cultura.

Rodríguez Uribes dijo que «primero la vida y luego el cine», una frase que atribuyó a Orson Welles. La observación es una obviedad: una cortesía elemental te haría intuir que tu interlocutor ya lo sabe.

Las industrias culturales, como muchas otras, están sufriendo por la crisis. Algunas ramas se ven más afectadas. El distanciamiento social va a imposibilitar o modificar muchos acontecimientos culturales. Hay muchas pequeñas empresas que tienen poca capacidad de afrontar el parón. Algunas podrán sobrevivir o adaptarse, otras no. El parón afecta a toda la cadena. Este periódico contaba ayer la iniciativa de las librerías zaragozanas Antígona, Cálamo y El armadillo ilustrado: ojalá funcione. Si las palabras del ministro fueron desafortunadas, también lo fueron ciertas reacciones enrabietadas. En algunas había un desagradable tono de plañideros con complejo de superioridad. En otras, un deprimente unanimismo. Tampoco tiene sentido la identificación entre cultura e izquierda, en la que caen tanto los críticos como algunos defensores: muchos de los que trabajan en el sector no son de izquierdas, y tampoco lo es el público. A menudo quienes hablan son autores o actores, propensos a cierto vedettismo; pero la crisis perjudica a mucha más gente, de correctores a técnicos. Lo más curioso fue la convocatoria de un apagón cultural como protesta. El objetivo era mostrar que éramos imprescindibles, pero lo único que revelaba era que somos superfluos. La ministra de Hacienda matizó las palabras de Rodríguez Uribes, sin comprometerse a nada concreto, y se desconvocó la protesta. El ministro consiguió insultar al sector del que debería ocuparse, ningunear el trabajo de su equipo (que ha estado en contacto con los afectados) y provocar la intervención de Montero: tiene mérito.

El episodio, un ejemplo más de mala gestión del Gobierno, reveló un tic narcisista y servil entre algunos de quienes se erigen en representantes de la cultura, un sector mucho más variado y plural de lo que ellos dicen. Se ha anunciado un pacto por la cultura del Gobierno central, autonomías y municipios: veremos si es algo más que un eslogan. Este viernes los ministros de Hacienda y Cultura se reunirán con algunos representantes de la industria cultural: esperemos que salga algo mejor.

@gascondaniel