Algunos pensadores griegos de los siglos V y IV a. C. consideraban que las polis, las ciudades-república formadas por ciudadanos libres (los esclavos no contaban) deberían ser gobernadas por los mejores, los más preparados y los más honrados. El gobernante tenía que ser ejemplar, un modelo de comportamiento para el resto. En la Edad Media muchas ciudades se gobernaron a partir de concejos de hombres libres (más o menos) que fueron capaces de redactar, aprobar y aplicar sus propios estatutos y ordenanzas. Los oficiales del concejo eran elegidos anualmente por los vecinos y daban cuenta ante ellos de sus actos de gobierno. Las revoluciones burguesas del siglo XVIII aportaron nuevos conceptos como derechos humanos, democracia representativa y elecciones libres.

Durante siglos, la política consistió en la toma del poder y en la manera de ejercerlo, pero casi siempre se mantuvo la idea (falsa en no pocas ocasiones) de la bonhomía del que lo ejercía en cada momento.

En la España actual el ejercicio de la Política (con mayúscula) ha derivado hacia una profesionalización que ha convertido la ocupación de cargos públicos en una manera de ganarse la vida, bastante bien y con abundantes privilegios, por cierto, y no en un servicio de los mejores a la sociedad. Sin limitación de mandatos, sin posibilidad de elección directa o selectiva de los candidatos, sin capacidad real para cambiar un sistema electoral injusto y desproporcionado, una casta de políticos profesionales (o con ganas de serlo) ha monopolizado el poder y la alternativa, de tal modo que la ciudadanía no ve a sus ¿representantes? como defensores del bien común, sino como unos arribistas capaces de cualquier cosa, o casi, para obtener el poder y para mantenerse en él una vez alcanzado.

Por eso, los ciudadanos, menos tenaces y más conformados que los políticos profesionales, hemos caído en la desafección hacia lo público, y vamos renunciando año a año a convertirnos en dueños de nuestro destino. Como son corredores de fondo, impermeables a las críticas, reacios a la dimisión e inasequibles al desaliento, estos «profesionales» permiten que de vez en cuando se alteren algunas pequeñas cosas para que no cambie lo esencial y lo trascendente. Y así están consiguiendo que la gente, el pueblo y la ciudadanía nos rindamos definitivamente, abandonemos cualquier idea alternativa y nos olvidemos de que somos los verdaderos dueños de la finca. Dado el egoísmo que se impone por todas partes, parece que ya lo han conseguido.

*Escritor e historiadorSFlb