En la era del pensamiento único y de la hegemonía neoconservadora (aunque a mí éstos que mandan me parecen más paleoconservadores que neoconservadores), está proliferando una ciudadanía extraña, irresponsable y desentendida que pide mucho y da poco, que exige de las instituciones públicas servicios e infraestructuras pero se resiste a cumplir con Hacienda, que declina participar en la cosa pública y sólo se conmueve cuando los megapoderes la someten a fuertes descargas de adrenalina mediática. Es seguro que el futuro de las democracias sociales que combinan libertades con bienestar se enfrenta a un doble reto: de un lado, la impotencia de los partidos a la hora de conectar con la la gente de la calle y atender los intereses colectivos; de otro, la crisis de la función pública y de los servicios comunitarios. Pero hay una tercera cuestión no menos esencial: la actitud de los ciudadanos en unas sociedades desvertebradas, cada vez menos participativas y en las que el sálvese quien pueda se ha impuesto a la solidaridad y los impulsos cooperativos.

Vean ustedes cómo está el patio. Sale el personal a la carretera, conduce mal o con un mediano colocón o infringiendo las normas, perece entonces en espantosos accidentes... y la culpa es de las instituciones. Acuden las masas en tropel a las estaciones de esquí, colapsan los accesos e instalaciones, padecen las consecuencias de la sobreocupación... y tanto los esquiadores frustrados como los gestores de las estaciones se encaran airados con los poderes públicos reclamándoles autovías, variantes, aparcamientos, forfaits, laderas despejadas, cañones de nieve y bocadillos de jamón patanegra. Bloqueamos los servicios médicos de urgencias en cada brote de gripe común, nos ponemos de los nervios si nuestros niños no tienen colegio bueno, bonito y gratuito a menos de cien metros de casa, clamamos contra los baches, la ausencia de policía en las calles y los atascos circulatorios... pero nos pone que los señores políticos (a quienes tanto denostamos haya o no haya motivo) nos prometan bajadas de impuestos o nos ofrezcan el oro y el moro sin decirnos de dónde saldrá el parné para pagarlo.

El caso del colapso pirenaico me ha parecido bastante impresionante. Por fortuna ha salido a la palestra el consejero Aliaga (al fin y al cabo un técnico solvente de conocida moderación ideológica) a exigir cordura y a recordar los imponderables medioambientales del caso. No sé si sus evidentes razones habrán calado entre las personas humanas que en este último puente festivo querían tener vía expedita para llegar con el coche hasta las pistas, subir de inmediato al telesilla y bajar deslizándose tan ricamente como si no hubiese otros ciento noventa mil novecientos noventa y nueve individuos aquejados de la misma apetencia. Mucho más inquietante ha resultado la forma en que algunos directores de estaciones han echado balones fuera (al igual que el máximo responsable de Aramón, mi buen amigo Paco Bono), empeñados en que las instituciones laminen valles y laderas a cargo del erario público.

¡Las instituciones, las instituciones!. Empresarios y sindicatos, asociaciones, gentes del común... Todos pretendemos que los gestores políticos, a los que ponemos a parir y cuyos sueldos escatimamos con agresiva avaricia, nos lo pongan a huevo, desde la educación de nuestros hijos hasta un buen sitio en el que aparcar cada vez que se nos ocurre pillar el buga para ir a tomar una caña.

Por supuesto que la ultraderecha postmoderna está encantada con esta deriva. Sus mentores teóricos y sus ejecutores prácticos pretenden desde hace tiempo reducir el espacio de las instituciones (más sociedad menos Estado, decía Margaret Thatcher) y llevar a otras instancias la toma de decisiones (o sea, de las grandes decisiones que afectan a la colectividad). La externalización de la administración y los servicios públicos o la irrupción de nuevos modelos de liderazgo económico, político y social empiezan a ser ya hechos consumados, al igual que el control de la opinión pública mediante el dominio previo de la industria de la comunicación y la cultura. Apoyándose en la relativa pero creciente ineficacia de las administraciones públicas y en el desprestigio de una clase política muy tocada por su asfixiante endogamia y sus deslices éticos, los poderes fácticos publicitan la objeción fiscal y la desregulación global en nombre de la libertad. Y amplios sectores de la ciudadanía creen que sí, que es más interesante aniquilar un valle pirenaico para poder hacer snowboard sobre nieve artificial que mantenerlo intacto en su biodiversidad y poder disfrutarlo todas las estaciones del año.