El señor Knupfer, profesor en una hochschule de la ciudad alemana de Mannheim, ha vuelto a Aragón para contemplar las maravillas mudéjares de Teruel. Con tal fin, el jueves pasado subió a un autobús a las 6,45 de la mañana, más contento que unas pascuas. La mañana nació espléndida y, pertrechado con una bolsa llena de planos y folletos sobre la ciudad, se las prometía la mar de felices. Sin embargo, el autobús no sólo tardó en llevarle a su destino (180 kilómetros) tres horas y quince minutos, sino que le mostró también algunos estratos inesperados del Aragón más profundo.

En primer lugar, el autobús le proporcionó una gira turística algo tediosa por las tripas de los pueblos que iban apareciendo a lo largo del trayecto, cargando y descargando viajeros. Como lo iba anotando todo, pudo conocer así por ejemplo, Cariñena, Mainar, Báguena, Burbáguena, Luco, Daroca, Villarquemado, Torremocha y algunas poblaciones más, por lo que también el señor Knupfer se iba preguntando, a medida que se sucedían las paradas, cuánto tiempo iba a tardar el autobús en arribar a aquella capital de provincia, llamada Teruel. De hecho, aprovechando diez minutos de parada en un oscuro garaje de Calamocha, preguntó a un buen hombre que andaba por allí cuándo estaba prevista la llegada a Teruel capital. La respuesta fue algo vaga e imprecisa: "Depende de cuántos viajeros nos vayamos encontrando y dónde".

El señor Knupfer vaciló sobre el significado verdadero y real de aquel slogan que había visto escrito en uno de los folletos turísticos sobre la zona que portaba consigo: Teruel existe . Obviamente --pensaba--, con semejantes medios de locomoción y lo pesado que se le estaba haciendo el viaje, Teruel no sólo existe, sino que su forma de existir pesa como una losa.

AL RITMO del cansino traqueteo del autobús donde viajaba, aminorado aún más por el paso de caracol al que circulaban algunos camiones, volquetes y tractores con que se iban topando, se le ocurrió pensar que quizá las dificultades de desarrollo de ese Teruel que los folletos prometían tan precioso se debieran también a la insuficiencia de sus infraestructuras básicas, aunque se planteó también si, mientras existiesen tales infraestructuras (vías y medios de locomoción incluidos), no habría forma real de alcanzar un desarrollo adecuado.

El señor Knupfer había leído también que existían treinta y tantos kilómetros de autovía ya construidos entre Calamocha y Monreal, que esperaba como agua de mayo, pues con seguridad aliviarían algo el tedio y abreviarían la duración del viaje. Cuál no fue su sorpresa cuando el autobús, impertérrito, ignorando las indicaciones de entrada a dicho tramo de autovía, continuó, sin mover un solo músculo de sus bujías, metiéndose en pueblos y circulando por la carretera de siempre.

"Bueno, si puedo vuelvo en tren y asunto arreglado", se dijo. Herr Knupfer desconocía que si ya antes viajar en tren desde Zaragoza a Teruel, o viceversa, era tan o más lento y eterno como su autobús, ahora las vías ferroviarias estaban cortadas hasta septiembre por obras en la construcción de la línea de Alta Velocidad, por lo que Renfe había puesto a disposición de los viajeros la posibilidad de transportarlos...¡en autobús!

Ignoraba también que el consejero Javier Velasco llevaba mucho tiempo ofreciendo la posibilidad de que el Gobierno aragonés adelantase el dinero para acortar los plazos de terminación de la Autovía Mudéjar, pero los hombres del PP y de algunas otras organizaciones erráticas se habían negado en redondo a tal propuesta, por considerar más prioritario la atención a las carreteras secundarias turolenses que la autovía Valencia-Teruel-Zaragoza. O sea, que al señor Knupfer se le vino de inmediato a la cabeza la asociación del PP aragonés con el perro del hortelano.

AL SEÑOR Knupfer la ciudad de Teruel le pareció muy bonita y su arte mudéjar quedaba a la altura de lo que de él encomiaban sus folletos. Eso sí, se quedó algo decepcionado cuando no pudo admirar una de las joyas más valiosas del mudéjar turolense, la Torre de San Martín, por estar embutida en mallas y plástico de arriba abajo.

N.B. El señor Knupfer regresó a Zaragoza esa misma tarde en un autobús de la misma empresa. Asombrosamente, no hubo parada alguna, se aprovechó la autovía y en dos horas el viaje había concluido. El señor Knupfer se sentía dichoso por haber asistido en un solo día a dos pequeños milagros: Teruel existía y, de paso, también él.

*Profesor de filosofía.