El 6 de abril de 1943, hace 75 años, Le petit prince, de Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944), fue publicado en la ciudad de Nueva York. La primera edición vio la luz, al mismo tiempo, en francés y en inglés, traducida por Katherine Woods, y desde entonces se han vendido 150 millones de ejemplares en más de 300 lenguas y dialectos. Estas cifras lo convierten en el libro más traducido de la historia después de la Biblia.

Ocho años después de su aparición, en 1951, se publicó en Argentina la primera traducción al castellano de El principito, firmada por Bonifacio del Carril en Emecé Editores, y en 1956 Josep Maria Francès hizo una nueva versión castellana, publicada en México por Editorial Diana. En 1959 apareció por primera vez en la península, con el título de El petit príncep, traducido al catalán por Joan Xancó (Editorial Estela), y desde entonces han sido muchas las adaptaciones, las grabaciones sonoras y las nuevas traducciones tanto al castellano y al catalán como al valenciano, al gallego, al euskera o al aranés. Este éxito es similar en todo el mundo y el fenómeno editorial y de difusión va en aumento desde que el 1 de enero de 2015 vencieron -excepto en EEUU- los derechos de autor.

Las lecturas que se pueden hacer de El principito son múltiples pero en todas ellas hay algo de central que ha hecho que el libro se haya convertido en universal, comprensible y útil en culturas muy diferentes y en latitudes muy distanciadas. Esta universalidad radica en el hecho de que el relato, bajo la aparente sencillez de un cuento, habla de una experiencia que conlleva la reflexión profunda sobre el sentido de la vida.

El aviador y el principito del asteroide B612 descubren una nueva manera de mirar las cosas que les permite establecer un orden de prioridades diferente y detectar qué es lo esencial para vivir y morir con sentido: cuidar (de la rosa particular de cada uno), acercarse (a los zorros que nos rodean y que piden ser domesticados), empatizar (con aquellos que son diferentes a mí), ser custodio (de la naturaleza que nos rodea y que nos ha sido encomendada), confiar (que en medio de todo desierto hay siempre un pozo donde abrevarse), aceptar (la picadura de la serpiente y la finitud de la materialidad)...

El halo filosófico e incluso espiritual de El principito también se encuentra en otras obras de Saint-Exupéry, como Ciudadela, publicada en 1948, en la que se aprecia la tendencia del autor a abordar y preguntarse por cuestiones, digamos, profundas, esenciales, radicales. Pero el clásico del que ahora celebramos los 75 años tiene la particularidad, y también esto lo hace un libro universal, que plantea un tema que, además de traspasar fronteras y culturas, es atemporal, es aconfesional y está construido a partir del cuestionamiento de un niño todo inocencia y ternura.

El valor de su atemporalidad lo demuestra el mismo hecho de que celebremos esta efeméride en todo el mundo, sin ni siquiera contemplar que fue escrito en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, cuando en Europa millones de niños y niñas quedaron desamparados, como el protagonista, y tuvieron que ser ayudados a comprender el mundo y a cuidar de lo más frágil, vulnerable y bello. Su aconfesionalidad ha permitido, paradójicamente, que se convierta en un libro empapado de una profunda espiritualidad, comprensible desde diferentes tradiciones religiosas y filosóficas; y la ternura y la inocencia del niño son presentadas como el eje de una sabiduría vital buscada en todas partes y en todo momento por mujeres y hombres.

Al tema central del libro se llega gracias a la contraposición de modelos. Así, el principito, a partir de su experiencia aprende a discernir, y rechaza vivir según los presupuestos del poder, de la vanidad, de la evasión, de la acumulación, y del activismo vacío de sentido.

Todo ello hace que El principito se haya convertido, al margen de si las lecturas que hacemos son más literales o más metafóricas, en un clásico tanto para niños como para adultos. A los primeros les atrapa la aventura, la fantasía, y ponen en juego la imaginación y las intuiciones; y los adultos, tal vez de manera menos intuitiva de lo debido, ven reflejado, detrás la complejidad del lenguaje poético, la trascendencia de unas preguntas esenciales.

*Profesores de los Estudios de Artes y Humanidades