L os que trabajamos con la información, durante largas jornadas y con los nervios de punta, hay días que tenemos tendencia a robotizarnos. A dejar que las cosas que ocurren a nuestro alrededor nos resbalen. No como profesionales, como personas. Es como una especie de click que activa un mecanismo de supervivencia cerebral sin el cual estaríamos permanentemente con la vía abierta al gotero de ansiolíticos. Pero otros, la tendencia es inversa, interiorizamos tanto lo que ocurre que afloran síntomas diversos. Y en esas llevo semanas, tanto que me estoy preocupando. Ya empecé con las elecciones. La llegada a mi casa de los sobres de propaganda electoral me producía sudoración. Por lo que me esperaba, laboralmente hablando, claro. Las dos campañas me dejaron debilitada físicamente. No se puede vivir en semejante frenesí durante dos meses. Pero lo que me temía llegó con los resultados; empecé a sufrir unos calambres en las piernas que no los han curado ni los plátanos de Canarias. Se abría el proceso de negociaciones --mercadeo lo llamo yo-- para alcanzar pactos a izquierda y a derecha y excuso contar que llegaron los dolores de cabeza. Han vuelto los mantras de la campaña, corregidos y aumentados, el contigo pero sin tí, las descalificaciones, los egos, el trilerismo, la jeta... y he pasado de la fatiga a la náusea. Con la que está cayendo afuera, me refiero a la ola de calor, a los termómetros disparados hasta los 40º y más allá y a las noches tropicales, he hecho algo que no debía hacer: he metido todos los síntomas en internet y me ha salido que eso está diagnosticado y se llama estrés térmico. Pero, observo el entorno y veo que todo el mundo va a lo suyo --el destino del veraneo y poco más-- y pienso si no será algo más grave, una enfermedad ciudadana de urgente tratamiento. H *Periodista