Advertía el otro día de que interpretar mal la voz del electorado, cuando ha hablado en las urnas, tiene malas consecuencias para los afectados. Las tiene, naturalmente, para el que ha perdido y hemos visto ejemplos de ello en los días posteriores a las elecciones del 28-A. Una de las cosas buenas que tiene la democracia es que los votantes, cuando castigan a un partido o a un líder, le abandonan o no llegan a confiar en él, le señalan al mismo tiempo la senda que debe recorrer para volver a recibir los votos que tuvo antes o para aspirar a otros nuevos. No reflexionar sobre los errores propios, para corregirlos, y limitarse a repartir culpas ajenas solo conduce a cosechar la próxima vez un nuevo fracaso. Probablemente, mayor.

Pero también tiene malas consecuencias leer erróneamente el resultado electoral para quien ha ganado. Y a menudo es más difícil de interpretar para él.

Hay, claro está, una clase de victoria sencillísima de valorar. Cuando un partido obtiene la mayoría absoluta, o se acerca tanto a ella que su estabilidad se puede garantizar con pequeños apoyos puntuales entre los que cabe elegir, el mensaje de los votantes es meridiano: quieren que ese partido gobierne en solitario, confían en él. Pero no es ese, ni de lejos, el resultado que han arrojado los últimos comicios, y entonces la cosa se complica.

La primera lectura es fácil y existe unanimidad sobre ella entre la multitud de analistas que se han apresurado a señalar el camino que, en opinión de cada cual, se debe recorrer a partir de ahora. El clarísimo ganador ha sido el PSOE de Pedro Sánchez, con mucha distancia sobre el resto, y por lo tanto es a él a quien corresponde buscar una mayoría parlamentaria que le permita no solo ser investido, sino gobernar de manera estable durante la legislatura.

A partir de ahí, la cosa queda mucho más abierta al criterio (o a los intereses) de cada cual. Básicamente son tres las opciones que tienen ante sí los socialistas, por lo menos bajo el punto de vista de la aritmética parlamentaria. Una es alcanzar la mayoría absoluta mediante un gobierno de coalición con Ciudadanos: el sueño, añadiría yo, de los que atesoran ese poder que no se gana en las urnas, sino entre las bambalinas financieras y empresariales. Así lo sugieren, susurrantes, desde sus medios de comunicación afines y desde sus organizaciones, y no dudo de que estarían dispuestos a favorecer esa opción con lo que fuese necesario.

Pero no parece que sea ese el final feliz hacia el que se inclinan los presuntos contrayentes. Por un lado, Rivera siente tan cercano el adelantamiento al Partido Popular que espera hacerlo realidad a la próxima y convertirse en el líder de la (tri) derecha. El papel de bisagra se le ha quedado corto, aspira a la Moncloa y sabe que una coalición con el PSOE le aleja de ese objetivo. Y, por si acaso Sánchez llegó alguna vez a pensar en ello, sus militantes y simpatizantes se lo dijeron en la calle Ferraz la misma noche de las elecciones. ¡Con Rivera, no! Lo malo es que no dijeron sí a ninguna de las dos opciones restantes y eso puede generar dudas.

Yo no tengo ninguna, y en Aragón menos, de que Rivera hará todo lo posible para llegar a pactos con los socialistas donde el resultado electoral lo permita. Necesita dar una imagen centrista después de lo de Andalucía y contará con algunos barones socialistas porque saben que es la única posibilidad de mantenerse en el poder. Y estarán apoyados por muchos cargos públicos descabalgados que esperan algún nombramiento, mientras la derecha económica, política y mediática (los mismos, en realidad) argumentará en su favor como la mejor opción para el país.

Pero, si se descarta el acuerdo con los naranjas, las otras dos posibilidades son un gobierno de coalición con Podemos (que Iglesias y los suyos reclaman por activa y por pasiva) y gobernar en solitario, haciendo uso de aquel invento de Rodríguez Zapatero que se llamó «geometría variable» y que consiste en obtener mayorías parlamentarias a derecha e izquierda, según la iniciativa gubernamental para la que se busque respaldo. La hipótesis de gobernar en solitario con 123 diputados, en la que parecen pensar seriamente Sánchez y sus más próximos (el ministro Ábalos y la vicepresidenta Calvo se han pronunciado a favor) puede aparecer como deseable para ellos porque les deja las manos mucho más libres que la otra.

El juego se reduciría a pactar con las izquierdas nacionales y periféricas las iniciativas de carácter social (entendiendo este término en un sentido muy amplio) y con la derecha las de contenido económico (es decir, las más sustanciales).

A mí, sin embargo, me parece evidente que esta no es la solución que votaron los españoles y las españolas. Por dos motivos. Si los votantes de izquierdas se han movilizado como no lo hacían desde hace años y han salido de la abstención, es (digo yo) para ver un gobierno de izquierdas. También se han movido votos desde Podemos hacia el PSOE, en una clarísima opción de voto útil, favorecida por la buena sintonía que han mostrado los dos partidos principales de la izquierda durante los meses transcurridos desde la moción de censura.

El gobierno de coalición PSOE-Podemos es, por lo tanto, la mejor interpretación que puede hacerse de los resultados del 28-A. A la coalición se llega después de negociar un programa de gobierno y eso, un programa con medidas concretas y exigibles, es lo que, a mi juicio, han reclamado los españoles. Un programa de izquierdas razonable que aplique las medidas que reclaman el FMI y la Unión Europea para reducir la brecha de desigualdad que han dejado la crisis y las políticas aplicadas por los gobiernos de la derecha. Un programa que aclare cómo y en qué medida se van a recomponer los destrozos causados en Educación, Sanidad, Investigación, Dependencia… Un programa que diga cómo puede mejorar el empleo, no solo en cantidad sino en calidad y alcance las cotas de justicia social que necesita el país.

Estoy seguro de que, si no se elige esa vía, los socialistas lo pagarán en las próximas elecciones cuando sus votantes vuelvan al desencanto y la abstención. El riesgo, en ese caso, es que la amenaza populista de la ultraderecha, que el 28-A ha conjurado en parte, vuelva a crecer y acabe haciéndose realidad.

Piénsenlo. Tienen tiempo, puesto que nadie parece dispuesto a mover ficha antes de la inmediata cita electoral del 26 de mayo.

<b>*Exdiputado constituyente del PSOE</b>