Seis cero cinco de la mañana (¿hora Zulú?): acudes a comprar los periódicos y un vehículo está a punto de convertir tus dídimos en tortilla inexorable camino del cementerio. Menos mal que vives en Torrero. Ocho horas justas: llevas a tus hijos a la parada del autobús por calle peatonal y una furgoneta te pita insistentemente (debe de tener prisa); le dices que calma y el conductor, con gesto desabrido y patibulario te responde con la amenaza de dos yoyas. Ocho treinta y cinco, ya en Pedro Cerbuna 23, paso de peatones que da acceso a la Universidad: más cívicos ciudadanos haciendo caso omiso del preceptivo paso peatonal. Catorce horas y tres minutos, plaza de San Francisco, más ejemplares conductores enseñoreándose de semáforos y a punto de cercenarte las piernas. Menos mal que has llegado a casa sano y salvo, a eso de comer, reposar media hora y vuelta a las andadas. En la parada del bus escolar esperas porque casi nunca llega a su hora; cuando lo hace, (justo treinta segundos de detención para que bajen tus hijos) pitidos y más pitidos de prepotentes conductores (¿acaso no tienen hijos en idénticas circunstancias?). Dieciocho horas: a comprar en un híper. El taxista se acollona cuando un probo autómata del volante que termina de aparcar sale del coche, puerta absolutamente abierta y está a punto de endiñarle. El ciudadano irresponsable monta un chocho inerrable. Finalmente, tras gozar de la ciudad, llegas a casa sano y salvo y piensas: ¿a qué se dedica la Policía Local, salvo a multar leves sanciones cuando tanto orangután vehiculizado anda suelto?

*Profesor de Universidad