A medida que voy cumpliendo más años soy menos beligerante con los comportamientos estrafalarios y vergonzantes de una buena parte de los políticos. Por ello, procuro criticarlos lo menos posible. Sin embargo, el otro día leí que la Diputación Provincial de Teruel ha decidido no rebajar los suculentos sueldos de su equipo directivo, a pesar de que les obliga la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, argumentando que no merece la pena hacerlo cuando solo falta poco más de un año para que haya elecciones municipales. A la vista de una argumentación tan farisea, no he podido callarme.

Por si algún lector, o lectora, no lo sabe, si hubieran cumplido lo que dice esa ley, sus salarios anuales se situarían en torno a 55.000 euros anuales. Es decir, tendrían una remuneración más de dos veces superior al salario medio de los españoles. Pues bien, a pesar de esa burrada salarial, todavía les parece poco y, por eso, han decidido seguir cobrando un mínimo de 61.000 euros los segundos niveles y de 75.000 la presidenta. Y eso sin contar lo que, además, percibirán por los cargos que ocupan en sus respectivos municipios.

SI EL RAZONAMIENTO que han dado para no bajarse los salarios se aplicara a todos los desempleados que no cobran ninguna prestación y a todas las personas que no pueden pagar sus hipotecas o alquileres, el argumento seguiría siendo perverso, pero al menos permitiría un año más de vida a miles de ciudadanos españoles que están en la miseria. Sin embargo, no es así. A estas personas se les aplica la ley sin ningún paliativo y no tienen otro remedio que aceptar el desahucio de sus viviendas, o depender de la limosna que les dan en las múltiples instituciones privadas que se dedican a ampararlas.

Es cierto que todos los políticos que tienen cargos en los grandes ayuntamientos, en los parlamentos regionales, en el Congreso de los Diputados, o en el Senado, cobran también salarios que hieren la conciencia ética de cualquier persona que tenga un mínimo de sensibilidad social, pero es mucho más alarmante que cobren esas cantidades los mandamases de unas instituciones bastante cuestionadas, como es el caso de las diputaciones provinciales.

Las diputaciones provinciales tenían sentido cuando las provincias eran la base administrativa de la política territorial española. Después de ser aprobada la actual constitución, el papel político que antiguamente tenían esas instituciones provinciales fue sustituido por los gobiernos regionales, pomposamente denominados gobiernos autonómicos. Por ese motivo, lo lógico hubiera sido que todas las diputaciones provinciales hubieran desaparecido, cosa que no ha ocurrido. Algo semejante tendría que haber sucedido con la administración central del estado, cuando fueron transferidas la mayoría de las competencias a los gobiernos regionales.

Es comprensible que los políticos que tienen el pesebre en las diputaciones provinciales, y aquellos otros que aunque ahora no lo tienen piensan que lo pueden tener pronto, defiendan el mantenimiento de esas vetustas instituciones argumentando que si no existieran, muchos ayuntamientos no podrían subsistir. Probablemente, eso sea cierto teniendo en cuenta el reparto de competencias que la legislación actual otorga a los gobiernos regionales y a dichas administraciones provinciales. Sin embargo, esa tramposa argumentación dejaría de tener vigencia modificando esa legislación y traspasando sus competencias a los gobiernos regionales. Según han demostrado algunos expertos, ese intercambio de cromos no afectaría al funcionamiento de los ayuntamientos, traería consigo un significativo ahorro del gasto público y evitaría que ocurrieran hechos tan inmorales como el de la Diputación Provincial de Teruel.

NO HAY QUE SER muy inteligentes para comprender que esa justificación es falsa y que la única verdadera es que las diputaciones provinciales son un valioso refugio para colocar a centenares de políticos que no tienen cabida en el resto de instituciones, cobrando unos salarios insultantes en un país con cinco millones de personas sin empleo. Y lo que es más grave aún, todavía les parece poco lo que cobran, tal y como puede comprobarse con el caso de la Diputación Provincial de Teruel, y quizás también de las restantes.

Ante ejemplos tan deleznables, parece lógica la desafección del pueblo a quienes gobiernan e incluso a una democracia tan imperfecta como la que tenemos. Dentro de muy pocos meses se celebrarán las elecciones al Parlamento Europeo y estoy seguro de que esos mismos gobernantes tendrán la desvergüenza de pedir que les votemos. Mucho me temo que el pueblo español, cansado de tantas promesas incumplidas y de tantas golferías, acabará olvidándose de ellos y absteniéndose. Si la tasa de abstención es muy elevada, como es de prever, no creo que deba interpretarse argumentando que a los españoles no nos interesa la política, sino como la respuesta desesperada de un pueblo que ya no confía en sus políticos.

Catedrático jubilado, Universidad de Zaragoza