Ahora que la globalización se ha auto inmolado extendiendo por todo el mundo un virus no demasiado mortífero, pero muy contagioso y no tan inocuo como para no afectar seriamente a la salud pública; ahora que el confinamiento no es una forma de opresión ni de castigo, sino el único medio eficaz para protegernos como grupo; ahora que vivimos tiempos digitales, extrañamente globales y locales al mismo tiempo; ahora quizá tiene sentido analizar una expresión de nuestra habla específica, una expresión que fuera de Aragón casi nadie entenderá. Ni siquiera en Aragón lo entenderán los más jóvenes o los urbanitas que solo van a los pueblos para comprobar con ajena nostalgia que están vacíos o vaciados.

Hace unos días me sorprendió escuchar a una reportera de Teruel utilizar en directo en la televisión aragonesa la expresión «coger un capazo». Para quienes no sepan de qué hablamos, trataré de dar una definición propia de diccionario, más allá de que derive del verbo capacear (detenerse con frecuencia en la calle para hablar con personas): coger un capazo consiste en encontrarse a alguien conocido y emprender con él o ella una conversación más larga de lo que en principio se habría esperado de ese encuentro.

Este amago de definición se queda muy corto sin embargo para explicarle la expresión a alguien que no la tenga integrada en su habla o al menos en su memoria idiomática. Para que un capazo sea tal se requieren algunas condiciones, a saber: el encuentro debe producirse en un lugar de paso, preferentemente en el espacio público que es la calle, aunque no están excluidos otros lugares, como una tienda, una dependencia pública, la escalera del vecindario, el rellano de la misma y otros de análoga naturaleza.

El capazo se coge sin premeditación, sin cita previa, de improviso, sin buscarlo ni esperarlo. El capazo se coge, no admite ningún otro verbo; y de esa elección verbal se derivan consecuencias significativas, distintas de las que tendría la expresión si se hubiera optado por tener, mantener, sostener u otras.

Coger implica el deseo activo de tener esa conversación, combinado con la pasividad de su carácter casual y fortuito. El objeto del capazo es el propio encuentro, pero sobre todo es la conversación que surge del mismo. Los temas de conversación no deben ser trascendentes sino más bien inclinados hacia lo cotidiano. El capazo se coge con conocidos más que con amigos, con parientes lejanos más que con los allegados, con vecinos o paisanos más que con compañeros, camaradas o colegas. El capazo se coge, y si no no es capazo, cuando uno y otro tienen alguna prisa leve y el encuentro sirve después para justificar el retraso provocado por él («es que viniendo he cogido un capazo con fulanito/a»).

Por si no lo han notado todavía, las condiciones para coger un capazo se parecen mucho a las condiciones para contagiarse del coronavirus, y no en vano se nos ha prohibido (sí, prohibido) a todos coger capazos para protegernos del bicho.

Ahora que lo correcto es comunicarnos virtualmente, ahora que cogerse capazos está contraindicado por ser un peligro para la salud pública, ahora quizá sea el momento en el que empecemos a valorar dos cosas que parecen contradictorias pero que no lo son en absoluto: la primera es la importancia que tiene el contacto humano analógico, epidérmico, cara a cara, sin intermediarios tecnológicos; ese contacto directo que ahora añoramos y que nos haría daño como grupo si insistiésemos en él. La segunda es la extraordinaria utilidad que también tiene el contacto virtual o la posibilidad del mismo, cuando el encuentro real no es posible.

Solemos denostar, a veces gratuita y puritanamente, las tecnologías y nuestra excesiva atención a los dispositivos que las permiten. Solemos celebrar la excelencia de las relaciones personales con contacto real, piel con piel. Pero ahora que el mundo global físico ha convertido a un miserable virus en el protagonista indiscutible de nuestras vidas y en el juez de nuestro futuro individual y social, ahora tal vez valoremos en su justa medida el papel que tienen todas las posibilidades que internet ha añadido a nuestras vidas, ampliándolas considerablemente.

Nuestros padres o nuestros abuelos llegaban tarde porque habían cogido un capazo cuando venían de comprar el pan o de echar el vermú, nosotros tal vez nos distraigamos más de la cuenta mirando el móvil, pero qué haríamos unos y otros si no dispusiéramos de esos esparcimientos. Qué haríamos ahora, solos en casa, sin la posibilidad de abrir al mundo nuestro capazo digital.

*Escritor