Nunca he entendido por qué tiene tan mala prensa lo de volver de vacaciones. A mí me encanta ese momento irrepetible de abrir la puerta de mi cuarto de trabajo (lo llamo así a falta de mejor nombre) y descubrir que, aunque han pasado los días, la peste de mis últimos cigarrillos sigue tan viva como cuando me fui, y que el sillón se sigue bamboleando porque nunca sabré cómo atornillar debidamente sus queridas debilidades.

También me gusta cabrearme porque el agua caliente tarda en llegar hasta el séptimo, pero sé que ninguna medusa me acecha en el agua de la bañera como acechan por esos mares de Dios. En fin, hay un montón de cosas que me hacen feliz al regreso, pero no es cosa de exponer aquí todas las intimidades.

También es formidable abrir los periódicos y leer que el Ayuntamiento de Zaragoza no tiene un clavel y aplaza el pago a los proveedores. O que el portavoz del PP pone el grito en el cielo como si no tuviera nada que ver en el asunto, y que los transportistas quieren que se desdoble la dos-tres-dos (da igual a qué altura, lo importante es que la desdoblen), y que la Romareda... todo es tan familiar que da gusto.

Este año hay un colmillo de mamut y todo. De metro y medio, como cuando el gran Zapater descubría coles de veinte kilos, y trufas de tamaño muestra. Dicen que el mamut vivió en el cuaternario o así, pero a mí me parece como si fuera de la familia.

Cuando desperté de las vacaciones, Zaragoza seguía ahí. Y el dinosaurio, digo el mamut.

*Periodista