El mantra informativo de que la economía va mal perdió de repente volumen al filtrarse un informe forense certificando que los huesos encontrados en una finca de los padres de José Bretón no eran de animales sino de niños en unas edades cercanas a las de Ruth y José, desaparecidos mientras estaban al cuidado de su padre. Los indicios apuntan cada vez con mayor certeza al padre, José Bretón, que los pudo haber asesinado e incinerado en un gesto de despecho para vengarse de su esposa que un poco antes le había planteado el divorcio. No es la primera vez que un padre mata a sus hijos para vengarse de su esposa. Lo que hace singular el caso Bretón es que el presunto asesino deja en vida a su esposa, para que sufra más, y, a diferencia de lo que normalmente ocurre en casos de asesinatos de género (el 75% de los hombres que matan a sus mujeres se entrega y un 17 % se suicida), el autor niega los hechos para que la incertidumbre sobre el paradero de los hijos prolongue indefinidamente el sufrimiento de la madre.

LA OPINIÓN pública ha quedado conmocionada por una locura monstruosa perpetrada por alguien que, sin embargo, no está loco. Los comentarios se han centrado en la personalidad del criminal. Se ha dicho que solo una personalidad fría, distante, obsesiva y déspota puede llevar el despecho a esos niveles de refinamiento vengativo. El peligro de descargar la explicación del hecho en la personalidad excepcionalmente perversa de su autor, tiene el inconveniente de ocultar el caldo de cultivo que posibilita estos excesos. No se trata de exculpar al autor, sino de ampliar el campo de la responsabilidad.

El crimen se produce después de que la esposa, Ruth, decidiera divorciarse. Eso él no se lo podía permitir. Su mujer le pertenecía y los hijos también. Un machismo ancestral clamaba venganza. Cuando constató que la tenía perdida decidió hacer uso de esos derechos no escritos pero que están en el ambiente. Llevó la venganza al extremo, pero no es el extremo lo que debería centrar nuestra atención, sino el machismo ambiental que actúa en muchos otros casos de violencia de género o simplemente en caso de divorcio. Todos conocemos el caso de padres divorciados que no perdonan a la mujer que tome la iniciativa de la separación, le juran odio eterno y utilizan a los hijos como armas arrojadizas contra la madre. Particularmente significativa es la reacción de los padres de José Bretón. En la primera declaración la madre, que conocía el percal, no descartó que su hijo fuera el autor de la desaparición, pero el miedo al hijo la hizo cambiar la declaración, pasando a ser presunto cómplice del crimen.

Algunas víctimas han pedido endurecer la ley e impedir que padres maltratadores puedan acceder a los hijos. Pero el problema no es solo de leyes sino de educación. Hay demasiada complacencia con el machismo ambiental. En las chanzas y coplas castizas abundan historias que exaltan lo de "la maté porque era mía". El flamenco o los corridos mexicanos son un fértil vivero de esta (in)cultura pasional que hace las delicias de quien las canta o las escucha. Esos atavismos unidos al fanatismo de quien reduce el modelo familiar al canónico (me refiero al del derecho canónico), abona la idea de que casi todo está permitido contra quien plantee su disolución circunstancial. La mujer maltratada que se divorcia es, para la familia del marido y sus amigos, culpable porque deshonra al clan. Todo el reconocimiento y el cariño que se la ha tenido hasta ese momento, logrados por la personalidad de la mujer, se disuelven como un azucarillo a partir del momento en que oyen que quiere dejar al hijo o al amigo. No se valora a la persona por lo que es sino por el daño que infiere a la tribu. Sigue primando la idea de que hay que aguantar porque nada hay peor que la vergüenza de la separación. Debería hacernos reflexionar el hecho de que sean tan pocas las parejas que se respetan tras un divorcio. Hay casos, pero son una minoría.

LA GRANDES víctimas del machismo son los hijos condenados sea a reproducir la violencia de mayores o a sufrirla cuando son niños. Si se confirma la sospecha de que Ruth y José fueron reducidos a cenizas por su padre, tendríamos una metáfora extrema del destino que reserva a los hijos el machismo de los padres. De una manera u otra tratará de convertirles en instrumentos del odio. Esa instrumentalización puede tomar la forma asesina de la incineración o la más discreta del chantaje o la manipulación contra la madre. Son instrumentos y no criaturas.

Tiene razón la madre en su carta: "Hijos míos y solamente míos porque nunca tuvisteis padre". Ejemplar ha sido la lucha de las mujeres contra la violencia de género. Se ha avanzado mucho en protección legal y en conciencia cívica. Pero este caso pone bajo los focos de esa lucha, la vulnerabilidad de los hijos. Hemos aprendido la terrible lección de que no puede haber respeto por ellos cuando no se respeta al padre o a la madre. En el odio contra la madre separada va incluido la invisibilización del hijo.