El Estado Islámico ha llegado a su fin. Más de cuatro años después de su asentamiento sobre territorio iraquí y sirio, la locura violenta del yihadismo que tanto dolor y destrucción ha causado, ha visto como aquel proyecto de creación de un Estado territorial no tenía ninguna posibilidad de éxito. Que el EI haya perdido todo el terreno que había ocupado en este tiempo no significa que el terrorismo del que nació la organización y que practicó con encarnizamiento y bestialidad en su feudo vaya a desaparecer. La semilla de destrucción sigue ahí. Parte de los componentes de aquella insania que han sobrevivido han vuelto o volverán a ser lo que eran antes, unos grupos sin base territorial, empotrados en distintas sociedades y países, dispuestos a imponer la violencia utilizando como excusa una falsa lectura religiosa del islam. El llamado califato del EI ahora derrotado ha sido uno de los monstruos creados por la guerra de Siria que desató en su día el dictador Bashar al Asad al reprimir con violencia las manifestaciones a favor de la democracia, y también por la mal llamada paz en Irak. De cómo se cierre aquel conflicto armado que está llegando a su fin y de cómo se plantee el futuro del país depende también la supervivencia del yihadismo en aquel territorio.

Además de la enorme destrucción que deja atrás el EI, su desaparición plantea un problema a los países occidentales de los que salieron más de 40.000 hombres y mujeres para sumarse a aquella aventura suicida. Son muchos los que murieron, pero también hay un elevado número que han regresado a sus países de origen. Y luego está la exigencia de Donald Trump de que sean aquellos países quienes repatríen a sus ciudadanos retenidos como prisioneros por las fuerzas kurdas que han contribuido en gran manera a la derrota del EI, así como la amenaza de aquellas fuerzas de que si los países no se hacen cargo de estos combatientes los van a poner en libertad porque no pueden hacerse cargo de ellos.

Este regreso alarma a los gobiernos y algunos han tomados medidas legales para quitarse el problema de encima, por ejemplo, el australiano con una ley y el británico en un caso particular. Sin embargo, por brutales que hayan sido los crímenes cometidos y por difícil que sea llevarlos ante la justicia o lograr su readaptación, los gobiernos no pueden rehuir su responsabilidad hacia estos ciudadanos.