Es curioso observar cómo funciona nuestra mente, se diría que necesita de la clasificación para ordenar, ni siquiera creo que sea una acción consciente, incluso es posible que algunas personas no lleguen a hacerlo o a necesitarlo, pero en buena parte de los casos atribuimos caracteres a las personas que nos ayudan a ubicarlas en un grupo. Lo que todo este circunloquio viene a decir es que cuando nos encontramos o conocemos a una persona la ubicamos en el grupo que creemos que corresponde: hombre o mujer (haya nacido así o no), alta o baja, guapa o no… Y algo no muy diferente acabamos haciendo con sus rasgos no físicos sino anímicos: agradable o antipática, leal o desleal, cobarde o valiente…

Entre las posibilidades de valorar a la gente hay una que en los últimos tiempos se presenta de modo recurrente: del mismo modo que nuestro idioma tiene una palabra para las personas que facilitan las cosas y nos permite llamarlos facilitadores, me parece que debiera incluir otra para aquellos que hacen justamente lo contrario, los que innecesariamente las complican: «los complicadores». En todo caso como el español admite que con arreglo a reglas (valga la redundancia) creamos nuevos términos hoy les propongo ese, el de complicadores. No tendrán grandes dificultades para rellenar ambas casillas con nombres que no tienen por qué ser próximas, puede que jamás hayan hablado con ellas siquiera, pero de las que tienen la convicción de que son complicadores.

Por decirlo sin rodeos, algunos de nuestros políticos, especialmente del ámbito nacional, a mí me resultan complicadores de primer nivel. Es verdad que también sabemos de algunos que han sido facilitadores, pero no precisamente de los que ayudan a las labores del día a día o a orientar la actividad ajena de modo desinteresado sino de los que facilitaban negocios a cambio de algo. Desgraciadamente se tiende a atribuir a la palabra facilitador este último sentido perdiéndose el original, el de quien de buena fe y ningún beneficio egoísta de por medio facilita nuestra vida. Los amigos suelen ser grandes facilitadores, de los buenos, y esa es quizás la prueba de fuego de cualquier amistad. Por contra, no tengo intención de dedicar halagos ni parabienes a quienes a diario contribuyen a ensombrecer lo que debiera ser el honroso trabajo de dedicarse a la res publica.

Con la actitud de muchos de ellos, y los hay de todos los colores, sus mayores logros son: que la desafección y desconfianza de la ciudadanía hacia la política vaya en aumento; contribuir a una desconsolidación de ciertas instituciones no achacable a la inoperancia de las mismas sino a la de sus responsables; que se erosione el respeto que debe regir las relaciones entre todos pero también y quizás sea lo peor de todo que personas de gran valía científica, intelectual y moral estén huyendo de la política reducida por ellos a un reducto de complicación estéril. No digo yo que parte del ruido que nos toca soportar no provenga de lo que Byung-Chul Han coreano que conoce muy bien Europa por su sólida formación filosófica alemana ha llamado «el enjambre», el enjambre que somos y en el que en la era digital vivimos. Es verdad que la falta de distancia que el enjambre propicia no ayuda en ese sentido, pero menos ayuda que el número de complicadores se multiplique como temo que lo está haciendo. H *Profesora universitaria