Cuando estudiaba bachillerato creía que los adultos lo comprendían y lo podían todo ante tal perspectiva mis ganas de hacerme mayor fueron siempre en aumento. Como imaginarán, no tardé demasiado tiempo en hacerme cargo de mi error. Por entonces pensaba que la vida era la maestra -más dislates aunque dislates trenzados-; hoy en cambio creo que no, que la vida es discípula, que Wilde tenía razón al decir que es la vida la que imita al arte y no a la inversa. Interpreto a Wilde convencida de que en arte incluía el pensamiento en todas sus expresiones, contenida por supuesto la artística, de modo que la vida es la que sigue al pensamiento y no al revés. Creamos modelos, sistemas, explicaciones, prototipos, utopías… ensalzamos y hundimos a través de la palabra y después, quien más y quien menos, consciente o inocentemente, traslada a sus respectivas vidas lo que otros han conseguido crear bien sea a través del arte y las formas, bien de ideas «puras», lo que incluye por igual a las bienintencionadas y las perversas.

Así entre unas cosas y otras, se llega a un punto en el que comprender se vuelve la mejor de las opciones: comprender por qué los adultos carecen del poder que les atribuíamos cuando éramos pequeños, comprender por qué toda forma de vida y libertad halla acomodo en las teorías más disparatadas que se nos pueda ocurrir consiguiendo con ello un halo de legitimidad (y con ella de innegable aceptación y acogida).

Dicho de otro modo entender por qué el «todo vale» cobra cada día más fuerza entre nosotros. Bien sabido que la recomendación y exhorto de comprender no es en modo alguno privativo de nuestro tiempo. Allá por 1677 Spinoza, con su prístina claridad, ya aconsejaba la del comprender como la mejor vía -si no la única- vía para la vida: «No reírse, no burlarse ni detestar sino comprender». Claro que a día de hoy el problema de comprender se topa con dificultades con las que el tiempo de Spinoza no había de bregar (aunque seguro que por aquel entonces ellos tenían las suyas, no del todo coincidentes con las nuestras).

Estoy pensando, por ejemplo, en la aceleración con la que casi todos nos vemos forzados a vivir nuestras vidas, una aceleración a la que filósofos como Hartmut Rosa han calificado como «esencial» en nuestro modus vivendi. Comprender requiere, además de la disposición y la voluntad para ello, reservar un tiempo libre, libre del estrés que sin avisar ni anunciarlo se ha hecho el señor de nuestras vidas, libre de la presión de la infoxicación, libre de las posverdades y sus parientes las posmentiras, libre de panegíricos y manipulaciones.

Porque se me hace difícil de soportar el ver reducidas nuestras vidas a plebiscitos diarios llevados por redes sociales y ciertos medios de comunicación, porque convertirse en rebaño no se parece en nada a aquello que yo imaginaba camino de mis clases en bachillerato cuando ya quería ser mayor para poder ser más libre y aún no sabía que el camino a la libertad es el mismo que el de la comprensión.