Hacía algun tiempo que no coincidía con José Carlos Somoza, uno de mis autores favoritos, y aprovechando que venía a Fuentes de Ebro a presentar su nueva novela, Estudio en negro, estuve charlando un buen rato con él.

Al abordar la actualidad política recordé que, en una de sus ficciones, El cebo, Somoza esbozaba la teoría de que todas las conductas humanas podrían estar predeterminadas, al ser susceptibles de clasificación en un número finito de arquetipos. Esos modelos de comportamiento, según el autor de La caverna de las ideas, estaban ya contenidos en las obras de Shakespeare.

En Hamlet, Otelo, en el Rey Lear o en Macbeth sus principales protagonistas y buena parte del elenco de caracteres que les acompaña serían no sólo representativos, sino constitutivos de un modelo a partir del cual el estudio psicológico podría establecer cánones de conducta y, lo que parece mucho más grave, aspirar a modificarlos, controlarlos o programarlos.

Con esta novela, Somoza se estaba anticipando al fenómeno de gran hermano y a la instalación del algoritmo como medida de comportamiento social, según esta nueva y atroz tendencia de globalizar al individuo para convertirlo en un mero espectador o en un cliente al que exprimir hasta el último euro.

Hablamos también del compromiso, o de la falta de compromiso del intelectual, del escritor de hoy frente al poder. Resulta cada vez más raro en nuestro país leer algo serio, argumentado, de peso, contra los abusos del poder establecido, ese statu quo que devora todo intento de sanear su corrupta sangre.

La facilidad y rapidez con que sus supuestos reformistas se han adaptado a sus salarios y coches oficiales habla poco en favor de sus cualidades y voluntades pero mucho sobre esos poderes establecidos menos en la superficie que en los cimientos de nuestra sociedad.

Y es que, poco a poco, la libertad de expresión va cediendo terreno a las ansias de control del poder político, nada amigo de la crítica, o de ensayar nuevas fórmulas de participación pública.

Al poder le gustan más sus compromisarios, y muy poco aquel compromiso, ya casi extinto, de combatirlo.