Como no podía ser de otro modo, las muestras de solidaridad y cariño del resto de los españoles ante el zarpazo yihadista en Barcelona y Cambrils han sido enormes. La lista de los ejemplos sería extensísima, desde ayuntamientos como Madrid o Gijón que han colocado la bandera catalana hasta el gesto solitario del nadador gaditano en unos Mundiales de natación, pasando por minutos de silencio en establecimientos privados, como supermercados, por decisión de los trabajadores. Nuestros móviles se han inundado de mensajes. Un país es ante todo una comunidad de afectos. La conmoción en Europa ha sido también enorme porque muchísimos ciudadanos consideran nuestras calles y ramblas como propias, al igual que a nosotros nos conmovieron los atentados en París, Niza, Londres, Bruselas o Berlín. La intensidad de los afectos es un marcador de nuestras múltiples identidades.

En un mundo global, donde no caben respuestas localistas, el golpe terrorista hermana el dolor y subraya la debilidad moral del separatismo. Solo así se entienden tres reacciones defensivas ante el atentado. Primero, el exceso de autosatisfacción, casi de vanagloria, por parte de la Generalitat con la actuación de los Mossos. El intento de esconder que los mandos de Interior han cometido errores mayúsculos cuando estamos en nivel 4 de alarma desde el 2015. Lo de la casa bomba en Alcanar es una suma de despropósitos, como inexplicable resulta la falta de vigilancia en la Rambla, por no hablar de la inopia del mayor Trapero. En lugar de eso, lo único que les ha importado a algunos como al eurodiputado Ramon Tremosa ha sido alimentar la ficción de que Cataluña había actuado durante unas horas como Estado independiente. La tesis con la que andan excitadísimos es que el atentado ha venido a demostrar que España ya es prescindible. Finalmente, el intento deleznable por rebajar la comunidad natural de afectos hasta el punto de convertir los sentidos lamentos del resto de los españoles en frías condolencias. H *Historiador