Cuando existe una percepción generalizada de las perniciosas secuelas de un calentamiento global, cuya realidad apenas nadie ya cuestiona; cuando se asume la necesidad de una intervención también global para intentar paliar sus nefastos efectos, es el momento de poner en juego todo el inmenso potencial de recursos del que disponemos para combatir una amenaza que no se puede atajar mediante actuaciones aisladas. Aunque se echa de menos la necesaria coordinación de gobiernos y organizaciones tanto locales como supraestatales, mueve a un relativo optimismo el progreso de una conciencia colectiva que por fin despierta. Y no solo lo hace con carácter individual, sino también comunal: son muchas las iniciativas basadas en la colaboración, con todo lo que ello supone en cuanto a mayor efectividad. Si bien es fácil observar el avance en los procesos de recogida selectiva de residuos mediante el uso de los contenedores, quizá sea menos patente el auge de los cultivos ecológicos y la creciente aversión hacia dudosos aditivos prescindibles; así mismo, se están desarrollando muchos proyectos para evitar que los cubos de basura se colmen de alimentos desperdiciados. En la industria textil aflora cierta preocupación por crear tejidos reciclables, al tiempo que crece la inquietud del consumidor por reutilizar la vestimenta usada. En el campo energético, tras un estancamiento incomprensible, parece darse un nuevo impulso a las energías renovables. En fin, allá donde se detenga la mirada, se puede constatar una tímida reacción ante los graves desafíos medioambientales. Esto es lo importante: el florecimiento de una conciencia ecológica, básica tanto para la acción individual como para presionar a las entidades que gozan de poder real para revertir la situación.

*Escritora