Pedro Sánchez y Pere Aragonés, de Vox a Bildu, los políticos han logrado el consenso reclamado. Todos los partidos coinciden en que los ciudadanos que les han votado no están a su altura. El Gobierno anuncia que endurecerá el plan de Navidad, en lugar de cambiarlo si no sirve, porque se trata de demostrar a los contribuyentes quién manda aquí. El populacho ha demostrado que no sabe cuidar de sí mismo. En lugar de reemplazar a las autoridades que se estrellan contra las oleadas de la pandemia, por fin se alcanza el sueño brechtiano de disolver al electorado. Ningún tribunal salvará a los ciudadanos de las limitaciones a las libertades, los castigos han sustituido a las explicaciones. El Gobierno no ha de razonar por qué resulta inalcanzable el nivel de 25 contagios quincenales por cien mil habitantes que Sánchez se impuso a sí mismo. Este fracaso gubernamental se resuelve con otro garrotazo navideño a la plebe. Tampoco es preciso garantizar el éxito de las medidas endurecidas, basta con imponerlas bajo el criterio de una salud pública cada vez más dañada. Cabe imaginar que Pablo Casado rema en la misma dirección, si su única alternativa consiste en instar a que se llore más en el Congreso. Las lágrimas del PP pueden ser tan útiles como la lejía de Trump para frenar al coronavirus. Lástima que el interiorista Fernández Díaz haya quedado inservible para condecorar a alguna Virgen curativa. Condenados ciudadanos, se acabaron los intentos de convencerles de que deben obedecer y callar. La ciudadanía homicida por contagiosa solo entiende el idioma del látigo, suerte que tiene a unos políticos de sueldo intocable dispuestos a disciplinarla convenientemente. Claro que tampoco hay que curarse demasiado, porque peligrarán los mendigados fondos europeos que cada vez necesitan más países. Sin libertad se gobierna mejor y, de todas formas, la ciudadanía no se la merece.