Cuando hablas con mujeres que llevan muchos años en el mundo laboral, te das cuenta de que la inmensa mayoría de nosotras tenemos un agravio que contar. Un agravio sufrido por nuestra condición de mujeres. Una querida (y muy exitosa) amiga me decía ayer que a ella lo que más le ha pesado ha sido el miedo que provocan sus triunfos en algunos hombres de su entorno. «Me temen y por eso se agrupan, y hacen tapón y cortan mi reconocimiento profesional», me dice indignada. A mí, en cambio, lo que más me ha molestado en las décadas que llevo en activo ha sido otra actitud: la condescendiente. Me he tenido que oír, por ejemplo, que para estar embarazada lo había hecho muy bien (y no me dieron unas palmaditas en la cabeza de milagro). Como se ve, la condescendencia de los hombres que se creen guays es, al final, una forma de machismo igual de ofensiva. En fin, que casi todas tenemos un agravio que contar, y algunos, los que duelen, vienen de otras mujeres: hace bien poco, una señora en un foro habló de «feminazis» queriendo decir «feministas», y cuando yo me declaré feminista (y cada día más) y afirmé sentirme insultada por el término, ella me dijo que me respetaba (qué condescendiente) pero que feminismo y feminazismo son cosas diferentes porque las segundas odian a los hombres y por eso son tan reivindicativas. Así que ya ven, a eso ha quedado reducida la lucha femenina: a tener que explicar a estas alturas (y lo que es peor, a otras mujeres) que no, que pedir igualdad de derechos no es odiar a los varones. Es justicia.

*Periodista