María y Pablo habían roto sus relaciones desde hacía dos años. Uno de esos días de crisis de pareja Pablo se hartó y se largó de casa. Alquiló un bonito apartamento en el centro y lo fue amueblando poco a poco. Se sentía plenamente realizado, libre, dueño de su tiempo y de su vida. Su trabajo como gerente de un centro de idiomas funcionaba bien. Cada nuevo curso se apuntaban más alumnos, y tenía ocho empleados en nómina. No se podía quejar, tal y como iban los tiempos. Sin cargas ni responsabilidades familiares se dedicaba a la empresa en cuerpo y alma. Se lo pasaba bien, siempre rodeado de jóvenes entusiastas y con ganas de aprender otros idiomas. Había conocido tiempos peores. Con el negocio a punto de cerrar y asfixiado por las deudas; pero ahora parecía que por fin podía respirar libre de agobios económicos y sentimentales.

Vida nueva, ropa nueva (más juvenil), escarceos con mujeres nuevas. Nada, que se encontraba como Tarzán en la selva a pesar de los años cumplidos con excelente salud, de momento. Pero un día, los telediarios empezaron a hablar de China y de un extraño virus, desconocido hasta ahora. Como tantos, Pablo pensaba que China quedaba lejos y que la globalización no se vería afectada. Era feliz en su apartamento del centro, cerca del Mercado Central rehabilitado, y allí se encerraba a ver sus programas favoritos, en su sillón favorito, y comiendo sus tentaciones favoritas. En un año engordó más de la cuenta. Pero le daba igual. Nadie, ni María, le tenían nada que decir. Seguía siendo moderadamente feliz con su nueva vida de soltero rozando una adolescencia pueril.

Llegó el coranovirus a Italia y los informativos ya eran mucho más preocupantes. Llegó a España y, aunque algo tarde, el Gobierno reaccionó y decretó el estado de alarma. Las cosas cambiaron de color y la incertidumbre se instaló en los ciudadanos, también en Pablo y en María. Cada uno en su mundo reducido y personal. Lo peor para Pablo es que tuvo que cerrar su empresa. Suspender las clases y perder una buena cantidad de ingresos. Se empezó a cabrear con las limitaciones decretadas. Su vida ya no era tan estupenda como antes de largarse de casa. Salir a comprar alimentos era bastante molesto por las aglomeraciones de gente histérica acaparando para el fin del mundo. La soledad no le importaba mucho mientras tuviera frente a su sillón favorito la gran pantalla de plasma vomitando información todo el rato y los programas de entretenimiento seleccionados. Odiaba ponerse mascarilla y guantes para salir a la calle. Le parecía ridículo. Además ya no tenía mascarillas. Ni modo alguno de comprarlas.

Un día recibió una llamada de verdad (no mensajes continuados de Whatsapp). Era María. Le proponía una tregua y que estuvieran juntos el tiempo que durara el confinamiento en las casas. María no podía soportar la soledad en estas duras circunstancias. Se comió el orgullo. Hoy viven confinados pero juntos y han vuelto a sonreír.

*Periodista y escritora