La Facultad de Educación de la Universidad de Zaragoza ha sido noticia en la práctica totalidad de los telediarios y periódicos españoles, e incluso en alguna televisión francesa. Por desgracia, su notoriedad no ha sido por haber descubierto algún método pedagógico revolucionario, ni por la innovación docente, ni mucho menos por la excelencia de los grupos de investigación que funcionan en su seno. Esa notoriedad ha sido debida a que un profesor titular tuvo la osadía de echar de clase a una alumna por presentarse el primer día del curso universitario 2015-2016 con el velo (hiyab) que las mujeres de religión islámica tienen la obligación moral de llevar. En este corral de gente acomplejada en que se ha convertido este país, un hecho de tan escasa trascendencia como es la toma de una decisión equivocada por parte de un profesor universitario se convirtió de la noche a la mañana en una noticia de portada a nivel nacional, no por el daño causado a la estudiante (todo el mundo sabía que se iba a resolver en menos de veinticuatro horas), sino por el gran escándalo que supone mancillar los principios y valores de la religión islámica. De una religión que en su nombre y en el de su dios (Alá), un grupo de fanáticos llevó a cabo en España, hace solo once años, el mayor atentado terrorista de nuestra reciente historia, en el que murieron varios centenares de personas inocentes y en el que hubo miles de personas heridas.

Esa actuación de un profesor, en cualquier país donde los funcionarios no tengan necesidad de ser políticamente correctos para desempeñar un cargo sin miedo a perderlo por decir públicamente lo que piensan, se habría solucionado de forma educada. Solo hubiera sido suficiente que la estudiante comunicara el hecho al decano y que este hubiera solicitado al rectorado un informe del gabinete jurídico. He trabajado muchos años en el departamento al que pertenece el hoy tristemente famoso docente y me consta que si por algo se caracteriza es por ser escrupulosamente fiel a lo que cree que es legal. Por ello, estoy seguro de que habría aceptado sin rechistar que la alumna asistiera a su clase vestida como le diera la gana si algún miembro del gabinete jurídico le hubiera explicado que la ley ampara a dicha estudiante, aunque él siguiera creyendo que en una universidad pública de un estado aconfesional no debe permitirse que los estudiantes, o los profesores, exhiban símbolos religiosos en el transcurso de la actividad académica. Sin embargo, como es bien sabido, el procedimiento seguido no fue ese.

Lo primero que hizo la estudiante fue utilizar las redes sociales para calentar los ánimos (escribió varias veces el verbo echar con h). Por su parte, las autoridades académicas que más directamente participaron en el affaire, en lugar de limitarse a hacer público que el profesor se comprometía a aceptar la legalidad vigente y que, por lo tanto, permitiría la asistencia de la alumna a sus clases, se pasaron de rosca y no protestaron cuando un medio dejó entrever que estaba dispuesto a pedir perdón públicamente por el pecado cometido. El referido docente se sintió dolido por esa manipulación y optó por explicar a toda la clase que él no se arrepentía de la decisión adoptada, que si aceptaba la asistencia a clase de la alumna con el hiyab era porque la ley así lo permitía y que, haciendo uso del derecho a la libertad de opinión que le asiste, dejaba pública constancia de que continuaba pareciéndole mal esa permisión. A la vista de ese acto de coherencia intelectual y ética, los alumnos que estaban en clase ese día optaron por abandonarla y pedir la destitución del profesor, argumentando que eran muchas las actuaciones irregulares que había cometido a lo largo de los años sin haber sido sancionado. Si se tiene en cuenta que era el primer año que esos estudiantes estaban en la universidad y que, además, los sucesos ocurrieron en la primera semana del curso, no hay que ser muy perversos para suponer que alguna mano misteriosa estaba moviendo los hilos desde la sombra con el propósito de fulminar a un profesor incómodo para la institución y para sus colegas.

Es evidente que un principio fundamental de las sociedades democráticas es el respeto a la diversidad que conlleva el multiculturalismo, lo cual implica la tolerancia mutua de los ritos de cada cultura. Pero ese respeto no es incompatible con la obligación consuetudinaria que todas las personas tienen de adaptarse a los patrones culturales de la sociedad en la que viven. Cuando ni siquiera es posible debatir el modo de hacer compatible ese derecho y esa obligación, el interculturalismo se convierte, en el mejor de los casos, en una lucha entre culturas y, en el peor, en un circo mediático semejante al ocurrido en el tema objeto de este artículo. Es cierto que la legislación española no prohíbe la discriminación que supone para las mujeres llevar ese velo, pero resulta meridianamente claro que su tolerancia en los centros educativos es contraria al objetivo primordial de la educación en una sociedad libre: la lucha contra los prejuicios religiosos a través del debate intelectual. Como afirma Andrew Anthony (El Desencanto, 2009. Planeta), equiparar la razón con los prejuicios religiosos es favorecer el monopolio de los intolerantes.

Catedrático jubilado, Universidad de Zaragoza