No saber quién es el que va a entrevistarse con los jefes de una banda terrorista, si el que acude es el jefe del Gobierno de la Generalitat, en coche oficial, o es el secretario de Esquerra Republicana, resulta una grave confusión. Supongamos que Aznar se fuera de putas, le pillaran en la puerta del prostíbulo, y declarara a continuación que el que había visitado la casa de lenocinio no era el presidente del Gobierno, sino el ciudadano José María.

Pero es todavía peor la segunda confusión del visitante Carod, y es confundir las elecciones con plebiscitos de conducta. Lo que ha hecho a muchos de sus seguidores les parece genial, a otros les parece una conducta de pichón recién llegado a la política, y a muchos, entre ellos las víctimas del terrorismo, una canallada de calibre delictivo.

Pero la calificación objetiva que merece su conducta no depende de los votos que reciba en unas próximas elecciones, porque los votos no conforman la doctrina moral, ni los asertos científicos. Si el señor Carod Rovira asegurara que la fuerza de la gravedad es menor los miércoles o que el cuadrado de la hipotenusa no es igual a la suma de los cuadrados de los catetos, aunque arrasara en las urnas, aunque fuera aclamado en unas elecciones, la fuerza de la gravedad seguiría aplicándose sobre los cuerpos sólidos tanto los miércoles como el resto de la semana, y, desde luego, no se demostraría que el teorema de Pitágoras era incorrecto. Los votos eligen o dejan de elegir, pero su carácter cuantitativo no son una sanción cualitativa sobre todas y cada una de las opiniones del candidato, entre otras cosas porque habría que preguntar específicamente sobre cada una de esas opiniones.

Los votos no lavan las culpas, ni convierten al tonto en inteligente, ni al vicioso en santo, ni pueden servir de parapeto. Los votos son un medio aritmético, pero no son ungüentos milagrosos, bulas extraordinarias, ni patentes de amplio espectro, aunque muchos políticos los confundan.