El consejero Alberto Larraz se mostraba ayer muy seguro en este diario de que la controvertida ley universitaria no va a acabar en los tribunales, una convicción que no es tan firme en el entorno del rector Felipe Pétriz. Las relaciones entre el Gobierno de Aragón y la Universidad, sin llegar a ser hostiles, nunca han gozado de la fluidez que sería de desear en dos instituciones en las que debe primar su vocación de servicio público. Y este mal no es exclusivo de esta etapa, sino que se remonta a otros tiempos y también a otros protagonistas. Sin menoscabo de la autonomía que debe marcar la gestión universitaria, sus responsables deberían aceptar sin ningún tipo de complejo su dependencia de la Administración autonómica, mientras que los gestores educativos deberían afinar su sensibilidad en las formas y en el fondo y esmerar la atención a una institución cuyo desarrollo va parejo al de la propia comunidad autónoma.