La Constitución española que hoy celebramos sabíamos que venía de una ruptura pactada con el régimen de Franco, sin gobierno provisional que hiciera la transición, sin depuración del aparato represivo del Estado (jueces, funcionarios de prisiones, policías) como correspondía al amanecer de un Estado democrático, sin restituir en su honor y dignidad a quienes defendieron el orden constitucional vigente hasta el golpe de estado del 36. Una Constitución que no nacía de un proceso constituyente ni de un debate ciudadano y que hurtaba a la ciudadanía la posibilidad de elegir la Jefatura del Estado o que hacia al Ejército garante de la unidad de España, pero, pese a ello, la defendimos con uñas y dientes: en la aulas, en las comisarias, en los tribunales en el día a día ejercitando -y ampliando con ello- los derechos que ella reconocía.

El siglo XX es el del constitucionalismo democrático, de la construcción del sistema internacional de derechos humanos; en el que se acuña el concepto de derechos fundamentales como inviolables, inderogables, imprescriptibles… etc; la visión de los derechos fundamentales entendidos como la ley del más débil frente al Estado, frente al poderoso, es una creación tras los desastres de la dos grandes guerras.

Nunca creyó esa derecha, que se autoproclama constitucionalista, en el artículo 9.2: «Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social». Artículo que encierra un mecanismo para convertir a la constitución en algo vivo, en un instrumento para favorecer políticas igualitarias. De hecho ya en los años de Gobierno de Aznar se dejó de hablar de ella como un programa común de los españoles. Y se dejó de hablar de ella en los medios de comunicación y también en las aulas, la ausencia de esa asignatura (maldita para la derecha) de Educación para la Ciudadanía impidió la formación de las nuevas generaciones en el conocimiento de las reglas básicas de funcionamiento de nuestro Estado.

Hoy celebramos el 41 aniversario de esta proclamación democrática y más parece que asistimos a un funeral. La Constitución fue un instrumento vivo mientras hubo jueces constitucionalistas que creyeron en ella; nadie pondrá en duda que fue la etapa de su presidente Tomás y Valiente, la más fructífera en potenciar una auténtica descentralización territorial, con una reorganización de las competencias entre el Estado Central y el autonómico y un desarrollo de los derechos fundamentales clave para comprender como en este país están bien consolidados los derechos individuales.

Hoy veremos una gran bandera iluminando la calle Alfonso en honor a la Constitución, exposición de símbolos como síntoma de patriotismo que no deberían a estas alturas ser necesario hacer alarde de ellos, de los que no habría que hacer proclama alguna ya que a todos pertenece. A no ser que con este tipo de gestos, se pretendiera ocultar algo material, sustancial. Un debate nunca afrontado y del que el ciudadano de a pie se pregunta constantemente: si en la Constitución se reconoce el derecho a una vivienda digna, a una redistribución de la renta, a un trabajo y a una remuneración suficiente... ¿por qué si están

reconocidos se muestran inalcanzables en el mundo real?

Algunos constitucionalistas hablamos de blindar los derechos sociales; con ellos nos referimos a tender a su cumplimiento material: en educación, sanidad, vivienda, medioambiente, en rentas básicas de ciudadanía. Fijar constitucionalmente fórmulas que permitan una financiación acorde a las necesidades y permanentemente actualizable en función del coste de la vida.

En cualquier caso, los esfuerzos que pudieran hacer los juristas o la clase política (si tuviera voluntad para ello) en ningún caso pueden suplir la existencia de una ciudadanía activa que de forma permanente reivindique a los poderes establecidos el cumplimiento de tales derechos. Así nos lo recuerdan los jubilados todos los lunes en la plaza del Pilar, la Marea blanca reivindicando la sanidad universal y o las AMPA, profesores y FAPAR reivindicando una educación para todos. Las feministas, que apuntan a un horizonte de liberación frente a la brecha salarial que discrimina a la mitad de la población por ser mujer o la tremenda lucha para cambiar una sociedad machista propia de un sistema patriarcal que debemos poner en cuestión, o los cientos de miles de personas que trabajan por el cambio ecológico, por la superación de las energías fósiles, por otro modelo productivo que asegure el derecho a una supervivencia digna a las futuras generaciones. Así, tantos y tantos movimientos ciudadanos que reclaman más participación, más corresponsabilidad en los asuntos públicos, menos blindaje profesional de la clase política y más apertura a una democracia participativa en la que sea real esa afirmación de que el poder constituyente reside en el pueblo. Dejemos, por tanto, que este se exprese.

<b>*Concejal de ZeC y exalcalde de Zaragoza</b>