Los presupuestos Generales del Estado (PGE) son el eje central de cualquier gobierno. A través de ellos se sustentan las políticas que se quiere impulsar o dilatar en un año. Sin ellos se gobierna a ciegas y tanto los ciudadanos como la oposición tienen enormes dificultades para controlar la gestión.

Los del año 2021 son especialmente importantes: primero, porque llevamos arrastrando los PGE que elaboró Montoro hace casi tres años: segundo, porque la crisis económica y social producida por la pandemia exigen proyectos nuevos y políticas que limiten los efectos más negativos: y tercero porque en ellos deberán reflejarse las propuestas y proyectos vinculados presupuestariamente con los fondos de reconstrucción de la UE.

No es una novedad que la oposición los rechace, aunque en la posterior tramitación busque siempre compensaciones para algún colectivo o territorio de su interés. Lo paradójico es rechazar cualquier diálogo previo en estas condiciones y a continuación pedir una especie de presupuesto paralelo en forma de agencia independiente que controle los fondos de la UE, contradiciendo la propia esencia de los mismos y la Constitución que define claramente en su Art. 134 que «los PGE incluirán la totalidad de los gastos e ingresos del sector público estatal».

Interpretar la Constitución a modo de chicle a fin de amoldarla a los intereses de cada uno, es habitual en el mundo de la política. Lo esperpéntico es que quienes se consideran guardianes de sus esencias, no la cumplan con el «democrático» argumento de que no les gustan las declaraciones antimonárquicas del partido de la coalición de gobierno. Y con tan peregrinos argumentos se niegan a renovar algunas instituciones fundamentales del Estado, en las que es obligatorio una mayoría de tres quintos de los diputados y senadores para sus nombramientos. Algo impensable de conseguir sin la suma del PP y PSOE.

Esto supone prolongar el mandato del actual Consejo General del Poder Judicial (Art. 122 de la CE) que debería haberse renovado en 2018 : cuatro miembros del Tribunal Constitucional (Art. 159 de la CE) de los doce que lo componen: el Defensor del Pueblo (Art. 54 de la CE) que ejerce en funciones desde hace tres años: el Consejo de Administración de RTVE: la presidencia del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno vacante desde 2017 y la Comisión Nacional del Mercado de Valores cuya presidencia caduca en noviembre .

Son instituciones esenciales del Estado cuya elección es sistemáticamente bloqueada cada vez que el PP pierde las elecciones. Lo hizo Rajoy en el año 2004 y lo hace ahora Casado, porque pretende utilizar el poder judicial como arma política en su batalla por ocupar el poder. El Consejo General del Poder Judicial decide los nombramientos más importantes de la carrera judicial, y por eso el PP quiere alargar los efectos de la mayoría absoluta del 2011, manteniendo a los magistrados elegidos entonces en sus cargos. Es un fraude democrático de constitucionalistas a tiempo parcial o completo según sus intereses y el día de la semana. Y por mucho que disfracen sus argumentos, cualquier bien pensante puede interpretar que el bloqueo tiene mucho que ver con la renovación de cargos de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, que lleva todos los casos de corrupción que afectan a miembros del PP.

Cuando Casado anuncia que impedirá la renovación, boicotea una obligación constitucional que no es atribución de los partidos políticos, sino del Parlamento. Boicotearlo hasta que haya un gobierno que le guste no es democrático, ni constitucionalista .Todo lo contrario: con esta actitud merma la credibilidad de instituciones fundamentales del sistema recogidas en la Constitución, las desprestigia, y fomenta la desafección de los ciudadanos hacia ellas. Sinceramente pienso que Casado se ha metido en un callejón sin salida que erosiona su pose constitucionalista y ahonda su aislamiento con las demás fuerzas políticas del arco parlamentario y con parte de la ciudadanía.

Como decía aquel: Es importante saber cuándo hablar pero es más importante saber cuándo callar.