Ayer estuvo mi hermana en Zaragoza y se llevó a Sástago -donde vive- comida más que suficiente para una semana. Dice que en la ciudad es todo más barato que en el pueblo. Está convencida de lo que dice y actúa en consecuencia. Si es cierto lo que afirma -y eso parece- habrá que decir también que el consumo masivo de alimentos contribuye a la concentración urbana y a la despoblación.

Antes recordaba ella y recuerdo yo que en mi pueblo había un recadero, o recadera. No para traer cebollas o borrajas, sino un reloj despertador por ejemplo o unas agujas para hacer calceta las mujeres por decir algo. Pero no «borraines que decimos en Favara, ¡por favor!. Que esas, de no tenerlas en el propio huerto estaban a pedir de boca en el del vecino. Y eran todas iguales que las borrajas que se vendían en Zaragoza y , por supuesto, mejores y más baratas que las que se venden hoy todavía aquí y se cultivan allí Dios sabe donde y no quienes las consumimos.

En todos los pueblos de la ribera del Ebro, como puede comprobar cualquiera -a la vista está- no se cultiva hortaliza para casa sino alfalfa para los camellos de Arabia. A cualquiera que baje de Zaragoza hasta la playa por la ribera le apuesto lo que quiera que no ha de ver una sola borraja en la huerta ni hortelano que la cultive. Y si ve un campo de panizo lo mismo.

Seguro que no pensará en las gallinas del corral de su casa -ni se acordará si es que la tuvo de niño en un pueblo- sino acaso en los cerdos.... de la granja y en los chinos que los comen. Nada que ver con la matacía casera y el mondongo que se hacía antes en los pueblos y hoy recrean en ellos los figurantes.

Vivimos en un mundo en el que la población humana sobre la Tierra aumenta y se concentra en grandes ciudades. Ya las hay de de cuarenta millones de habitantes, ¿se lo imaginan? Yo tampoco.

A este ritmo pasará con los terrícolas humanos lo que ha pasado con las ovejas, que ya no se ven pastando en el campo sino encerradas en corrales y parideras. Y con los cerdos, no digamos. Antes en cada casa había uno o dos para el consumo doméstico, hoy hay en una sola granja más de mil para vender al mejor postor. Que no hay pastores sino postores y ganaderos.

Lo que da de sí una explicación de este fenómeno de la urbanización planetaria desde la economía es eso. Pero lo que se gana con ello tiene un precio, y es más lo que se pierde desde otra perspectiva humana. La ciudad nos hace libres, se dijo. Cierto, que en los pueblos nos conocemos todos. Pero la relajación de los vínculos de la comunidad en las ciudades o su transformación en sociedad por el mercado -como ya dijo Max Weber- se paga con un individualismo salvaje y la pérdida de los vecinos que son como si no fueran con los pies en tierra o de otro planeta aunque tengan el cuerpo en la misma planta de la misma casa en que habitamos.

No sólo se ha perdido el contacto con la tierra, el buen ambiente y el aire no contaminado, la comida sana con productos de cercanía, la autonomía que daba vivir del trabajo autónomo, sino también la tradición compartida y los vecinos. Las relaciones personales en suma, desplazadas hoy por los contactos en red que nos enredan y enredamos. Y las fiestas inolvidables de los pueblos que se compartían antes como el pan y la sal de la vida, y hoy se venden como un producto más a los turistas. O como el fuego, que se pedía y se daba antes en los pueblos como la levadura para amasar en casa.

Este despegue o «desterraje», esta «des-humanización»: el barro que viene de aquellos polvos, es tan bruta como sucia la concentración de animales en las granjas. Donde se engorda más fácilmente y con menos costes... para el ganadero. Pero lo lamentable no es que mi hermana compre en la ciudad o vengan a vivir a Zaragoza todos los que pueden. Que eso se comprende y es razonable en estos tiempos con esta situación. Lo lamentable es que en Aragón y en todo el mundo -incluso en los pueblos que quedan- se imite el modo de vivir en las ciudades. Que la gente se tumbe en el sofá ante el televisor sin bajar a la calle a sentarnos con los vecinos y los padres lleven y traigan en coche a sus hijos de la escuela. Y que la vida -encerrada- vaya sobre ruedas así en los pueblos como en las ciudades. Deprisa o encapsulada como una bala. Sin parar ni reparar en nadie. Y esto, que no comprendo, me lo explico. Y me parece lamentable.

*Filósofo