Tenemos por cierto que el hecho de vivir en democracia nos convierte en libres como se convierte en mariposa una crisálida. Como si por dejar pasar el tiempo suficiente en las condiciones necesarias todo individuo dotado de razón tuviese asegurada la libertad. Pero la libertad no es un fenómeno o circunstancia natural, la naturaleza no conoce tal estado ni opción. La naturaleza obedece más bien a otro tipo de leyes, las que Darwin explicó y de-mostró como son las de la selección de las especies, por las que solo tiene asegurada la existencia el más fuerte, haciendo todo lo que sea preciso para mantenerse vivo y continuar su estirpe. La libertad es el menos natural de los dones, es una búsqueda, una lucha, la consecución de un equilibrio siempre inestable, siempre en tensión, siempre perfectible e inalcanzable en el que tan importante es el resultado como el camino que a él lleva. No, vivir en democracia no nos hace de inmediato y por medio de un automatismo mágico seres libres. La libertad hay que lucharla, defenderla, procurarla con la seguridad de que otros no la verán como la veo yo e incluso donde yo distingo libertad algunos verán su contrario, su antinomia o aporía. Mi libertad es mi sentido común y el sentido común lo da y fundamenta el sentimiento que sobre la razón construyo. Tener una idea de libertad compartida es compartir un sentido común basado en afectos también comunes: valores, mitos, leyendas, epopeyas y hasta los héroes queridos y compartidos.

Nada menos natural que la libertad por mucho que necesitados y auxiliados por la metáfora y la poesía de la belleza la naturaleza nos proporcione símbolos en los que refugiarnos y con los que identificarnos. La imagen del pájaro que libre surca el cielo o la del mar bravo o en calma que representa, recortado solo por el horizonte, la amplitud y posibilidades más libres. Pretender adueñarse de la libertad es como aspirar a hacerlo del viento acto estéril y ocioso. La libertad como la ciudadanía son construcciones humanas que la filosofía y el derecho arropados o denostados por uno u otro poder han elaborado y reelaborado tantas veces como visiones de la vida y del mundo hemos forjado a lo largo de la historia. Los nuevos y poco estelares maquiavelismos viven de la inflación de la palabra libertad y su retórica. Apropiarse de su uso y abusar de su sentido hinchando de vanidad y vacuidad el término no llevan si no a su desvalorización. La palabra muere y con ella padece la noción y el concepto. Qué mejor cosa que embadurnar de medias verdades y arengar hasta la extenuación asignándose el valor completo y único de la libertad.

Los nuevos maquiavelismos de muchos, variados y no muy grandes aprendices de Maquiavelo no paran de llevarse a la boca discursos de argumentos repetidos. Curiosa paradoja mientras todo cambia, muda, se transforma… Pequeños ellos, pequeña yo me decido a contravenirles haciendo míos y extensivos dos de los consejos que Lord Chesterfield escribía por carta a su hijo Philip a mediados del XVIII. Uno: la exigencia del fino sentido de los matices en el discernimiento de todas las cosas privadas o públicas. Y dos y, pese a ser inglés con la sutileza y determinación del francés: «approfondissez les choses», profundizad en las cosas.

*Profesora de Derecho.

Universidad de Zaragoza