En uno de sus videoblogs de la pasada semana, Iñaki Gabilondo, constataba o más bien lamentaba que gestos como el de la anterior ministra de Sanidad, al dimitir en respuesta a las dudas y sospechas sobre su máster expedido por la Juan Carlos I, no fueran consecuencia del propio reconocimiento del yerro, falta o delito (contrición), sino del miedo al castigo en forma de rechazo por la opinión pública (o sea, por el electorado). Tiene razón el ilustre colega. Pero tampoco hay porqué deprimirse. La ética y la estética deberían imponer sus reglas positivas por convicción, por autoestima y deseo de no empañar la propia imagen. Pero incluso en este caso la presión social en forma de reglas implícitas o explícitas suele ser el factor decisivo.

Si las personas o las instituciones o cualesquiera agrupaciones sociales se abstienen de hacer lo que está mal porque temen las consecuencias, alabados sean los dioses. Es lo que hay. La mismísima Iglesia Romana, si ha reconocido a regañadientes todo el horror de los abusos a sus niños, ha sido cuando tales abusos fueron denunciados, aparecieron en los medios y provocaron algunas sentencias condenatorias en unos cuantos países. Si no, de qué.

En España, donde la moral católica ha hecho estragos, el problema no radica, según venimos viendo, en que las dimisiones que poco a poco se hacen inevitables como consecuencia de los escándalos, sean producto de la atrición... sino en que no lleguen a producirse. A ello se han encaminado los lamentos por la pena de telediario, las mentiras de los cogidos en falta y la constante aspiración a la impunidad que suelen tener las élites, sobre todo las de siempre, las que se ven a sí mismas por encima del bien y del mal.

Aquí no se trata de endurecer las leyes (ya de por sí severas), sino de generalizar su cumplimiento; no es cuestión tanto de tribunales como de ciudadanía; no se trata de suponer que quienes poseen poder son honrados, sino de exigírselo aunque sean de los nuestros. Es cuestión de decencia colectiva. Aunque sea por medrosa atrición.