Es patente un elevado grado de desilusión al término de la Cumbre del Clima, ya que la desaforada oratoria de las primeras declaraciones oportunistas no se ha traducido, una vez más, en hechos palmarios. Pero tampoco se puede hablar de fracaso, pues tanto la óptica negacionista como los miopes intereses mercantilistas que la sostienen propugnando pasividad u oposición están siendo paulatinamente arrinconados por una pujante opinión pública, consciente de la necesidad de forzar a los gobiernos a tomar medidas urgentes para afrontar el conflicto del calentamiento global, que no lo es tanto para el planeta, sino para la vida que lo habita, en especial la humana.

Para una inmensa mayoría lo que también se conoce (impropiamente) como cambio climático es hoy un hecho evidente, cuyas secuelas amenazan nuestro modelo existencial y lo hacen inviable en un futuro ya muy próximo. Además, se extiende una clara conciencia de que el patrón productivo y consumista que ha caracterizado el desarrollo de la era industrial, ni siquiera puede mantenerse para un selecto grupo de privilegiados, dentro de un club de acceso cada vez más restringido. Por ello, se hace cada día más factible la resignada aceptación de la cuota de sacrificio que individual y colectivamente nos sea asignada, lo cual no resuelve en modo alguno el problema del reparto equitativo y justo de las cargas, polémica que nos lleva mucho más allá de unos cupos de descarbonización, poco menos que negociables en Bolsa.

Para ver la botella medio llena y no medio vacía, es preciso confiar en la gente; en nuestro vecino y en los amigos de sus amigos. Ahí, y no en los grandes emporios y testas imperiales, es donde yace la fuerza que puede cambiar el destino del mundo y evitar que un erudito extraterrestre se dedique mañana a diferenciar entre fósiles de dinosaurios y humanos. H *Escritora