Quiero mucho a Corita Viamonte, aunque ella, cada vez que me ve, me echa una buena bronca. Siempre la misma, y merecida: hace años empecé a escribir su biografía, y luego me desbordó el trabajo y no pude seguir. Al principio, Corita me presentaba como su biógrafa. Ahora, sólo me riñe, y con razón. Porque Corita no sabe reñir de verdad, no le sale. Siempre le digo lo mismo: Corita, lo retomaremos. Tengo horas de cintas grabadas con su vida, y les aseguro que es apasionante. Corita, pionera de tantas cosas. Corita, artista desde que no levantaba un palmo del suelo. Corita, criada entre mujeres fuertes, entre artistas. Corita triunfado en la Unión Soviética, o enfundada en el traje de majorette dejando patidifusa a Zaragoza entera. Corita, sacándose la plaza de funcionaria del Ayuntamiento de Zaragoza, porque hizo caso de los consejos de su amigo Michel. Y bien que se lo agradeció siempre, que lo de artista es una profesión muy ingrata. A Corita la quiere todo el mundo que la conoce, y detrás de esa imagen de artista las veinticuatro horas del día, tan histriónica, hay una mujer profundamente buena. El lunes se despidió de los escenarios (no me lo creo, Corita) en el Teatro Principal, y tan presente como ella estuvieron sus padres, Juan Viamonte y Cora López, su madre. Otra artista maravillosa, de la que poco o nada se recuerda hoy en día. La recuperamos en la exposición de Mujeres Imprescindibles de Zaragoza el año pasado, y Corita lloraba de emoción. La de Cora, por cierto, es otra gran historia que contar. Puede que ahora que Corita se ha retirado podamos retomar esa biografía. Y eso que sé que a esta columna seguirá una llamada de teléfono y otra bronca. Merecida, insisto.

*Periodista