He decidido tomarme estos días festivos con espíritu positivo y tratar de sonreír a la vida bajo la mascarilla. La pandemia, aunque no se sufra el virus, tiene efectos que se pueden resumir en un desánimo general, cansancio crónico, dolores y falta de fuelle para venirse arriba.

He pasado unos días en un pueblo que cuida sus calles con mimo. Me llevé una alegría al ver las aceras renovadas (tuberías incluidas) adornadas con unas jardineras preciosas, a ras de suelo, con plantas nuevas, arbolitos que crecerán si les dejan en paz y un césped fresco y joven. Una gloria contemplar la belleza del urbanismo para el placer de todos. Al segundo día que pasé por allí comprobé la falta de civismo de ciertas personas (veo muchas por desgracia): un grupo de parejas jóvenes conversando con sus mascarillas y sus perritos con las correas correspondientes, encantados de encontrarse, mientras sus perritos se orinaban y cagaban sobre las plantas recién inauguradas. Con total libertad de elección. Otros disfrutaban de lo lindo escarbando el césped y destrozándolo. Ni un tirón de correa del amo. Pasaban de su perros o bien les parecía natural que jodieran ese ejemplo de diseño urbano tan accesible y coqueto. Como el grupo era numeroso no me atreví a decirles nada. En ocasiones lo he hecho; y lo menos fuerte que me han respondido ha sido «puta, amargada, métete en tus cosas». Es que esas son mis cosas. Lo público son mis cosas. Lo pagamos con nuestros impuestos. Y cuando algo se hace bien y es hermoso hay que respetarlo. Por supuesto pasé de largo sin enfrentarme a ese grupo de cafres, visitantes de ocasión.

Me senté en una terraza, indignada. Y al rato vi a una joven madre que acariciaba el pelo de su hijo, de unos ocho años, mientras este daba patadas a una de las plantas recién colocada. Una y otra vez, con sus Adidas nuevas. El chico terminó destrozándola con el último puntapié. La madre seguía acariciando su cabeza con ternura. Se fueron tan tranquilos. A mí estas cosas que pasan me amargan. Me cuesta soportar la mala educación y el incivismo. Todos eran españoles. Y les puedo asegurar que estos hechos no pasan en el resto de Europa. Es que ni se les ocurre tirar papeles al suelo (mascarillas, ahora, también) o destrozar jardines porque los niños se aburren.

Me indigna también que las autoridades locales o autonómicas hayan permitido tirar el Cinema Elíseos, una joya proyectada por el arquitecto Teodoro Ríos en 1944, para que la propiedad ponga un MacDonald’s. Esta falta de sensibilidad cívica y cultural habla de las carencias de nuestros gobernantes. Son como los niños que dan patadas a las plantas hasta que las destrozan, con el beneplácito de sus padres. Afortunadamente, miles de personas protestamos con nuestras firmas ante semejante barbaridad. No sirvió de nada. Una pena que el Ayuntamiento de Zaragoza haya perdido la ocasión de trasladar la Filmoteca de Zaragoza, tan escondida, a esa magnífica sala en el centro de la ciudad. No se enteran.