El escritor español Antonio Muñoz Molina, candidato, según sus amigos, al Premio Nobel de Literatura, confesaba hace unos días en su púlpito de El País que no había leído a Dostoievksi, a Zola ni a Emilia Pardo Bazán, entre otros autores relevantes a los que tenía el pudor de no mencionar… No hace mucho, en otro artículo, admitía, a sus más de sesenta años, que estaba leyendo por primera vez a Benito Pérez Galdós. ¿Será posible, oiga? Pero, ¿a quién habrá leído este hombre? Sin haber leído a Zola es imposible entender el naturalismo francés; sin haber leído a Galdós o a Pardo Bazán es imposible entender el realismo español; y sin haber leído a Dostoievski es imposible entender absolutamente nada.

Con declaraciones como esta, será difícil que a Muñoz Molina le den, ya no el Premio Nobel, sino la enhorabuena por sus artículos.

Otro autor asimismo desafortunado en sus reflexiones, en este caso póstumas, ha sido esta semana Juan Marsé.

Acaban de publicarse sus diarios personales, en cuyas garabateadas páginas la mayoría de sus colegas de letras salen muy mal parados. Con un estilo impropio, chulesco, despectivo y faltón, Marsé ataca sin piedad a todo bicho firmante, Zafón, Cercas, Pérez Reverte, Camilo José Cela, Paco Umbral… con unos aires de superioridad más inspirados en la envidia, digo yo, que en la calidad de su obra.

Discutible, por otra parte, porque o bien como lector de novelas suyas no he tenido suerte o he ido leyendo una buena (Últimas tardes con Teresa), otra no (La muchacha de las bragas de oro); una buena (Si te dicen que caí), otra no (El amante bilingüe), sin que ni su estilo, ni sus personajes o tramas me hayan hecho disfrutar particularmente.

Sería quizá más interesante que estos autores oficiales, a los que se les presupone una calidad, buen número de lectores y capacidad para formar a diferentes públicos, utilizasen sus armas y altavoces divulgativos en propósitos más loables que presumir de diletante ignorancia o despellejar a los colegas en secretas libretitas de mesilla de noche.

Porque el ejemplo que dan, aparte de no aportar nada, puede generar nuevos ignorantes y envidiosos, aumentando el número de tontos, ya de por sí elevado, que están convirtiendo nuestras letras en un circo de palabras.