Sé lo que sentía Ramón Sampedro por que él mismo me lo contó varias veces. Por carta. En cartas que le ayudaban a escribir, a franquear, a echar en el buzón del correo. Los buenos amigos y algún ángel que se le coló en su vida le ayudaba en todo. En todo salvo en aquello que le mataba y que nadie podía aliviar a convivir todas las horas del día, todos los días, con un cadáver, su cuerpo.

Tiene algo de razón los que aseguran que aquel hombre gozaba de cuando podría soñar cualquier hombre: la atención y el cariño de los amigos que no le abandonaban. Pero no tienen toda la razón, pues lo que le faltaba no es que fuera inmensamente superior a lo que tenía, sino que era indispensable para disfrutarlo. El dominio de sí mismo. Se faltaba Ramón a sí mismo, y pues conservaba deslumbrante su lucidez, la conciencia de ello le atormentaba de una manera insoportable. Amaba la vida, la amaba desesperadamente, esto es, sin esperanza, y eso fue lo que indujo a ese hombre valiente a pedir a sus amigos y a la sociedad española en su conjunto que hicieran por él lo que él no podía: separarle del hombre muerto, del bulto inane que llevaba cosido a su corazón. *Periodista