En mi artículo anterior sobre el covid-19 exponía una idea principal, que era la discusión entre los epidemiólogos y los matemáticos, y que consistía fundamentalmente en que los primeros dependían más del presente que querían evitar (número de contagiados y de muertos ocasionados por la pandemia) y los segundos, sin responsabilidad de presente, hacían estimaciones sobre cómo se comportaría la pandemia según modelos matemáticos provenientes de otras situaciones. Al final la consecuencia era que los primeros eran más prudentes, intentando equilibrar sanidad y economía, y los segundos más radicales a favor de la sanidad y posponiendo la economía. Este lunes 30 de marzo, los dos grupos de científicos se han aproximado en una mayor paralización de la economía del país, a fin de minorar la movilidad de la gente, intentar cortar la pandemia y no colapsar el sistema sanitario. Pero ahora son algunos economistas y empresarios, más los impresentables políticos de coyuntura y los voceros de siempre, los que se quejan porque dicen que se hunde la economía. Y ahí quedan los gobernantes, con sus expertos asesores, improvisando decisiones sobre la marcha, entre las críticas de unos y el respeto silencioso de otros.

Desde mi ventana indiscreta el panorama que veo este miércoles 1 de abril, cuando escribo, es incierto y peligroso, tanto desde el punto de vista sanitario como económico y político. El confinamiento nos ha impuesto una nueva «normalidad», caracterizada por la incertidumbre y la vulnerabilidad. Las estremecedoras noticias cotidianas sacuden nuestro sentido de futuro. El virus enemigo nos amenaza el porvenir. El mundo se ha vuelto más frágil y algo tan pequeño que es invisible lo amenaza con destruirlo. De la fragilidad del gran mundo pasamos a la contingencialidad de nuestras pequeñas vidas. La proximidad entre los humanos sufrientes produce solidaridad y genera empatía. Valoramos más la cotidianeidad y las pequeñas cosas y afectos El confinamiento que acertadamente las autoridades han decidido para todo el país, nos ha hecho a todos más humildes y más sabios. Especialmente sobre aquello que no sabemos y en lo que debemos obedecer a los que saben. Nosotros tenemos la fuerza de la masa, 47 millones de habitantes, cuya conducta es clave para el éxito de la aventura. Nuestra obediencia en el confinamiento es el complemento en el éxito de las decisiones de los gobernantes y los expertos.

Son ya muchos muertos (y los que habrá) y muchos contagiados como para que no tengamos miedo. España es un país envejecido, precisamente gracias a su alta calidad de vida y a su sistema sanitario. Y es ese envejecimiento el que, en una situación de peligro vírico como la actual, nos hace más vulnerables y más temerosos. Nuestra contingencialidad es tan clamorosa que uno recuerda aquella terrible frase de Stalin «una muerte es una tragedia, muchas muertes son una estadística». La frase, que es objetivamente cierta, revela, sin embargo, una ausencia tal de sensibilidad acerca de la condición humana, que uno se arrepiente de haberla citado. Porque la vida es nuestra vida, la mía y la de los nuestros. Y, aunque la vida sigue existiendo y sobreexistiendo a cualquier epidemia vírica y a cualquier catástrofe planetaria, si yo no existo, lo demás no existe. Soy yo el que da sentido a mi vida. Y la vida sin mi vida no es vida, es naturaleza.

Los políticos (gobernantes y oposición) y los científicos están en un momento clarísimo para unirse en el análisis de la situación y en la toma de decisiones, sin obscenos cálculos políticos. La situación en que estamos es inédita y, por lo tanto, las mejores cabezas y los mejores estrategas tendrían que estar trabajando codo con codo en la salvación del país. La nación requiere un empuje unitario para derrotar el virus y afrontar la monumental crisis económica posterior. Todos hemos cometido errores, como no podía ser de otra manera ante lo inédito de la situación. Nadie tiene una varita mágica y todos tenemos que coadyuvar a la solución. El Gobierno está en una emergencia inédita para la que aún no existe protocolo y en la que las decisiones tienen que ser rápidas, sin posible exigencia de consensos, aunque nunca sobra la comunicación. Habrá tiempo de analizar y pedir responsabilidades, pero luego, cuando la situación se normalice. Y también habrá tiempo de cambiar nuestros hábitos y conductas, y de priorizar nuestras inversiones de otra manera; incluso de modificar nuestro concepto de vida y de convivencia. Quizás lleguemos a la conclusión de que nos sobra hiperactividad y nos falta reflexión, de que nos sobra cantidad y nos falta calidad, de que nos sobran españas y nos falta una idea de España plural y diversa pero con un proyecto común. Porque a lo mejor nos damos cuenta de que los nacionalismos no son tanto una manera distinta de sentirse como una vulgar manera de ser más a costa de otros que serían menos. Pura ley de la selva. Y para selva ya tenemos el coronavirus, que no es otra cosa que un pequeño zarpazo de la selva en nuestra civilizada sociedad.

*Profesor de Filosofía