Al levantarme de la cama, me encontré un galápago sentado frente al ordenador portátil que durante estos días preside cual monarca del confinamiento la sala de estar. Erguido, con gafas de ver de cerca, parecía enviar un email a la familia. No logré alcanzar a ver lo que había escrito, pero se le notaba circunspecto. Dadas las circunstancias, me pareció de lo más normal. Después hizo un breve recorrido por la web de National Geographic. Me miró, le miré y nos fuimos al sofá sin mediar palabra. Sin preguntar se hizo con el mando a distancia de la televisión y, después de acomodarse sobre el caparazón, puso con inapetencia uno de los informativos de la mañana. Absorto en una privacidad imperial, la de una especie que se sabe en permanente peligro de extinción, decidió entablar una conversación, precisamente entorno a la existencia en forzoso cautiverio, la incertidumbre de lo desconocido y otros miedos cuando uno ni se aproxima a controlar su destino o son otros quienes lo pilotan a ciegas. No supe qué contestar, y entonces, comenzó un monólogo sobre algunos asuntos relacionados con la limitada fiabilidad del ser humano desde su punto de vista de viejo reptil.

Tenía un siglo de vida y, por lo tanto, había sido testigo de todas las grandes tragedias naturales o provocadas que se han sucedido durante ese periodo. Guerras globales y civiles; destrucción del medio ambiente; seísmos, accidentes nucleares, cracks económicos, genocidios, abusos del poder en todas las dimensiones (incluida la doméstica) y también epidemias. Con el hombre de por medio, víctima o verdugo, sobreviviendo y arrepintiéndose frente a un confesionario vacío de conciencia. Por lo general, desaprovechando la experiencia, cometiendo los mismos errores de avaricia, individualismo y rigidez política del uno al otro extremo ideológico. Egoísta, cruel, soberbio embebido de su presente y de sus fronteras, de patrias, himnos y banderas que le han ido aislando en la defensa de su idiosincrasia cultural como escudo, muchas veces, de un mayor sentimiento de absurda pero venenosa supremacía. Decía que con esta nueva pandemia, la gente ha colgado sus corazones en los balcones y los ha puesto a aplaudir y a bailar, y que le agradaba el torrente de solidaridad en la lucha trabajadora. No detecté, sin embargo, emoción alguna en su escamado rostro ni el tono seco de su voz. Un mutismo gris, un minuto de silencio... No sé. El galápago, intuitivo y sabio, se replegó en la coraza que en tantas ocasiones le había protegido de los cazadores furtivos.

Se aproximaba la hora de comer a fin de mes, con la nevera y el bolsillo perforados por una renta miserable. Y me dije, ¿por qué no? Cogí el cuchillo jamonero de la cocina y asesté un golpe asesino, torpe y caníbal a mi apetitoso pedagogo. Aunque Lewis Carroll y yo sabíamos que aquello era una sopa de falsa tortuga, ese inesperado festín en el destierro de la isla del covid-19 me supo a gloria. Finalizada la digestión, volví al ordenador y repasé el listado de correos entrantes. El último, de primera hora de la mañana, venía sin remitente y con una sugerencia lacónica : "Que te aproveche".