Para ganarse la vida, el actor o la actriz tiene que gustar. Es por lo tanto fácil caer en el vicio de agradar a todos. Pero también debe aprender que, como ser humano, depender de la aprobación ajena para sentirse bien es caer en una esclavitud, una condena a la neurosis y la frustración casi permanentes. El actor o la actriz deben aprender pronto que la profesión es una cosa, la persona otra y el personaje, una tercera. En un gremio expuesto tanto al halago como al rechazo, confundir las tres caras puede llevar al desastre personal o profesional.

Lo mismo ocurre con los que ejercen la política. El político por definición debe de agradar a los compañeros para ser aupado; a los periodistas para aparecer de manera benevolente ante el público; al público para lograr votos. Pero el individuo que ejerce la política es a la vez persona, político y, en ocasiones, cargo. Cuando se confunden unos aspectos con otros es cuando se corre más riesgo de patinar. A veces, mirando a la señora Cifuentes tengo la sensación de que ha traspasado con demasiada facilidad esos límites. Se ha pensado que el cargo era ella, ha confundido su personaje con su persona. Creerte que eres especial, mejor que los otros porque tienes un puesto alto es tentador, pero idiota. La política te deja fácilmente en la estacada, como han comprobado ya no pocos presidentes autonómicos procesados. Entonces, te miras al espejo y te ves la misma cara de bobo que cualquiera. Pero ya es tarde. Si hay un oficio en el que la sencillez y la modestia son cruciales, es la política, pero qué pocos con esas cualidades hacen carrera. H *Cineasta