El mundo de los laicos no podría ser un mundo de neutrales sino de gente con opinión, tanto entre los que creen como entre los dicen que dejaron de creer, aunque los que abandonaron la fe que aseguran que tuvieron ayer, es innecesario que vayan al obispo a decírselo como han hecho unos cuantos en Valencia. Si ya no creen, ¿qué le van a decir al obispo y que les va a decir el obispo a ellos?. Al clérigo de esa u otra jerarquía le gustaría más de diez veces hablar como laico, pero se tiene que aguantar igual que aquel cura navarro de fuerte temperamento y fiel cumplidor de sus votos, que cuando tenía que reprimir su opinión más llana, exclamaba con un susurro apenas inteligible: ¡"vaya carrerita que fui a elegir!".

El seglar es más libre y está menos condicionado por los deberes de la fe y por los institucionales; no se siente igual de obligado por las resultas de sus opiniones y si bien la prudencia nunca está de más, opina sin tanta cautela... Es deseable que los laicos creyentes o no, se atrevan a sostener los valores que orientan sus vidas, siempre que no sean pensamientos de quita y pon; si quienes los profesan son sinceros, aquellos valores dan sentido a sus existencias y entre los de un lado y los del otro, pueden encontrarse líneas de aproximación huyendo de la discrepancia sistemática. Cómo decía Baroja, "la vida es ansí".

Quienes ejercen como creyentes ven en la Iglesia a la que pertenecen, algo más y algo distinto, a una mera institución temporal, lo que no impide que dentro de ella puedan adoptarse muchas decisiones por mayoría (nunca la existencia de Dios como hicieron unos ateneístas henchidos de suficiencia intelectual, en cierta ocasión; ganó Dios por un voto, menos mal). La grandeza de los creyentes reside en asumir por esa fe, un canon de vida, casi nada.

¿Qué podemos y qué no podemos hacer los laicos? La religión es cosa de todos aunque preocupación de bastantes menos. Mantener una separación radical entre convicciones y vida ("esto pienso pero esto otro es lo que hago") equivale a disponer de planos para viajar y no obstante, conducir a ciegas.

La condición humana hace bastante parecidos a seglares y ordenados. Entre los laicos hay de todo como en el clero regular, pongo por caso, pero la persona persuadida de su fe y aun con sus dudas a cuestas, se siente obra de Dios y parodiando a Descartes, "cree, luego existe" bajo la constante desazón de sus deficiencias, de no saber o de eludir la misión que le llama y de vivir a veces, "entre Pinto y Valdemoro", entre el que debía ser y el que realmente sea.

Imagino que sería admirable que algún día, pudiera celebrarse un magno concilio de laicos dispuestos responsablemente, a ser voz y no solo eco y dispuestos también, a buscar los caminos de un futuro que nos actualice en la fe y sobre todo, en la caridad porque lo demás vendría rodado.

La legislación canónica prevé que los "fieles laicos (los infieles van por libre), tienen derecho a que se les reconozca en los asuntos terrenos aquella libertad que compete a todos los ciudadanos" y añade que al "usar de esa libertad, han de cuidar de que sus acciones estén inspiradas por el espíritu evangélico". Eso es pedirnos que seamos nada menos que testigos de Cristo.

Los laicos tendemos a ser actores secundarios cuando no a convertirnos en espectadores, creyentes, sí, pero silentes. Canónicamente, somos gente con derechos y deberes, asociables, cooperadores episcopales, que podemos ser habilitados para ejercer de catequistas y para ser administradores de causas pías. Hasta podemos predicar, que dar trigo es cosa algo distinta...

Por supuesto, debemos obediencia a la jerarquía que es sin alternativa, una servidumbre obligada dentro de la institución eclesial. Nada que oponer puesto que forma parte de nuestras creencias aunque si valga como excusa para exonerarnos de más compromisos que los dominicales. Sucede igual que en la otra política: que la mayoría se limita a votar casi refunfuñando y reserva sus energías para criticar luego, incluso a los que él eligió.

Con todo, mayor entrega ya deberíamos tener; solo que nuestro repertorio de disculpas es más rico que el de nuestras virtudes; en esto de trabajar preferimos confiar en los otros.

Así que lo común es resguardarse en lo que nos pueda justificar. Nos pasa a todos, si bien no nos atrevemos a confesarlo, lo que a un inolvidable amigo mío creyente pero burgués, que cada mañana le rezaba a Dios así: "Señor, sé que debo aspirar a la perfección pero te pido que pases de mi este cáliz". Pero ya dije al empezar, que creemos para algo; se nos tiene que notar.