Hace tiempo que se ha hecho evidente que la crisis está siendo utilizada por el fundamentalismo neoliberal, encarnado por el PP, para aplicar su programa ideológico de máximos. Los sectores más reaccionarios de la política europea, no solo española, han encontrado en la crisis la excusa perfecta para desarrollar las medidas que, en condiciones normales, no se atreverían a aplicar, temerosos de la contestación social que pudieran provocar. Ahora, con cara compungida y tirando de sus mantras preferidos, "no hay más remedio", "la herencia recibida", aplican, con gozo mal disimulado, las recetas que podemos encontrar en sus teóricos desde hace décadas. La privatización de la sanidad y de la educación es el ejemplo más claro de un proceso en el que lo que se busca es el adelgazamiento del Estado, cuyo cometido, entienden, ha de ser, fundamentalmente, represivo. Ahí tenemos, como botón de muestra, las actuaciones policiales y los posicionamientos de una parte del ejército con el tema de Cataluña.

En el caso de la educación, el sesgo ideológico se manifiesta no solo en la promoción de la privada y la concertada, a pesar de que su calidad educativa sea menor que la de la pública, mal que les pese a los amantes de los productos caros envueltos en vistoso celofán, sino de los contenidos que se proponen. El ministro Wert se ha quitado definitivamente la máscara y, tras pactar con la Conferencia Episcopal, ha dado gusto a los sectores cristianos integristas de su partido. De esta manera, la Religión se convierte en una asignatura más del currículo, en condiciones de igualdad con el resto de asignaturas. Al mismo tiempo, todas las asignaturas relacionadas con el ámbito de la Filosofía, reducen su presencia. Ambas cuestiones, la potente presencia de la Religión (o de las religiones, que lo mismoda) y el debilitamiento de la Filosofía, deben ser vistas en paralelo. Si la religión, tal como la entiende el poder, es decir, el Gobierno y la Conferencia Episcopal, es promocionada es porque es útil en la medida en que se convierte en un instrumento para la producción de ciudadanos sumisos, atentos a aceptar lo que se establece desde jerarquías que determinan lo que es verdadero, lo que es bueno, lo que es correcto. Como bien analizara Kant, hombre, por otro lado, de profundas convicciones religiosas, la religión es un "opiáceo de la conciencia", una adormidera que impide al sujeto la reflexión y la autonomía. Precisamente, lo que diferencia a Europa de otras culturas, como la islámica o la norteamericana, es que nuestras raíces se hunden en la Ilustración del siglo XVIII, donde se pretende relegar la religión al espacio de lo privado.

Por contra, la filosofía, una cierta filosofía, la que, precisamente, no se deja adormecer por esos "trasmundos inventados" de los que habló Nietzsche, tiene como efecto el desarrollo de la conciencia crítica, pretende dotar a la persona de instrumentos para entender el mundo y desenvolverse en él. Y eso, desde luego, no interesa a quienes tienen como proyecto el sometimiento ciudadano. La educación es un instrumento para moldear a los individuos en función de una determinada visión del mundo. Y cuando detrás de un proyecto educativo hay una visión totalitaria del mundo, como en el caso del ministro Wert y sus correligionarios de la Conferencia Episcopal, el currículo debe promover, coherentemente, asignaturas que laminen la capacidad crítica de los estudiantes.

AL MINISTRO WERT, de la mano del siniestro Rouco Varela, no le interesa la ética, ni la filosofía. Con el dogma y la verdad, siempre de su parte, no en vano lo establecen ellos, tienen suficiente. No es de extrañar que un Gobierno que, en sus formas y maneras, mira de una manera tan evidente hacia modelos del pasado, recupere el nacionalcatolicismo. Y que la filosofía vuelva a ser reprimida. Tarea vana intentar convencer al ministro de la necesidad de formar al alumnado en sus capacidades críticas. Nada más lejos de sus intenciones. De lo que se trata es de que comulgue. Con ruedas de molino, a ser posible. La lucha por la filosofía es una más de las luchas del presente. Como por la sanidad, por la educación, por los servicios sociales, también hay que luchar por un espacio para el pensamiento crítico.