Hay muchas causas que confluyen en el fenómeno ciertamente dramático del cierre de alrededor de 70%-75% de las salas de exhibición en España, con un descenso de los espectadores y la recaudación que también ronda este mismo porcentaje. A los efectos devastadores del primer confinamiento y de la segunda ola, en octubre, se añaden -en un enero más aciago aún- la reducción actual del aforo, las restricciones de movilidad perimetrales y un cierto retraimiento del consumidor, sin olvidar, por supuesto, como dato fundamental, la falta de estrenos o la reprogramación repentina de las majors y la competencia de las plataformas digitales.

Las empresas más afectadas son las que basan el negocio en la proyección de películas de consumo mayoritario, un revulsivo semanal que se ha ido diluyendo en tiempos de pandemia, provocando propuestas imaginativas, como la programación de ciclos clásicos, mientras que otras, que se abastecen de productos minoritarios, consiguen superar con dificultades la situación. Conviene destacar que el cine sigue en pie, pero que el momento es crítico. Las principales cadenas de distribución y exhibición, como Yelmo, Cinesa, OCine y Balañá, han anunciado cierres que, en principio, son temporales para evitar males mayores, como el aumento del paro en el sector o la acumulación de pérdidas, a la espera de una mejora sanitaria. Aun así, el fantasma de una crisis estructural, más allá de la coyuntura que vivimos, se cierne sobre los salas en todo el país.

Esta crisis generalizada también se ha dejado notar en Zaragoza, una ciudad con una gran tradición de salas y de público que, con las numerosas restricciones decretadas también ha visto cómo se han reducido las salas abiertos. De hecho, tan solo hay tres cines abiertos todos los días de la semana, limitándose el resto a abrir únicamente durante los días del fin de semana, y se están planteando incluso estudiar nuevas fórmulas de negocio. Si el cine ya sufría una crisis de espectadores, esta pandemia todavía la agrava más.