Dicen que el mundo ya no será igual después de esta pandemia. Los más optimistas aprecian señales de humanidad en los grandes poderes económicos y políticos para mejorar por fin el planeta, el bienestar de los ciudadanos, de los animales y de la naturaleza; como si el coronavirus les hubiera dado una lección capriana (de Frank Capra) para afrontar el futuro con sensatez y solidaridad. Los más pesimistas, sin embargo, consideran que de aquí no va a salir un desenlace como los de Caballero sin espada o ¡Qué bello es vivir!, sino una mezcla de Wall Street, Las uvas de la ira y Margin Call. Es decir, que la crisis abrirá un abismo mayor entre las clases privilegiadas y las más vulnerables y desprotegidas. En fin, como ha ocurrido siempre, tampoco seamos ingenuos.

Ignoro qué nos depara ese horizonte sin el dichoso virus (desaparecido o, al menos, controlado), pero las expectativas de algunos dirigentes políticos y empresariales sugieren que esto no mejorará en absoluto. Sanear la economía de muchos países depende, por ejemplo, de un turismo masivo, frenético y descontrolado. Para eso existen millones de negocios en playas y grandes metrópolis. No buscan un turismo sosegado, cultural o sostenible, sino el mogollón enfermizo de Benidorm, Venecia o París, la plaza Mayor de Madrid a reventar, el colapso de visitantes en la Gran Muralla China, la avalancha de intrépidos paletos en el Everest o los miles de curiosos en los mercados de animales de Tailandia. La economía reclama ese turismo destructivo que, posiblemente, es uno de los factores que más han influido para que ahora estemos todos encerrados. Luego tendremos que salir en estampida para saciar esas ansias de destruir el mundo. H *Editor y escritor