Desde hace unos días, un crujir de dientes se escucha por toda la ciudad, un intenso desasosiego se asienta por algunos de sus rincones. Zaragoza, gracias a la magnífica gestión del gobierno municipal de Zaragoza en Común, y muy especialmente de su concejal Fernando Rivarés, ha salido, nada menos que cinco años antes de lo previsto, del plan de ajuste que ahogaba su economía y que era consecuencia directa de la deplorable gestión económica que ha vivido la ciudad en los últimos decenios. Lo que debiera ser una magnífica noticia es, sin embargo, motivo de desazón y malestar para los poderes fácticos y sus heraldos.

Cuando la candidatura municipalista de Zaragoza en Común se hizo con la alcaldía, quienes, lejos de las urnas y de cualquier refrendo democrático, mueven los hilos de la ciudad, airearon a los cuatro vientos la incapacidad política y de gestión de los perroflautas que venían a ocupar el ayuntamiento. Su apuesta, sostenida en el tiempo, era la del desprestigio. En el fondo de su postura, cuyo objetivo último era evitar perder cualquier ápice de control sobre los negocios que en toda ciudad pueden realizarse, latía un profundo elitismo y un indisimulado malestar de que gente sin corbata, en camiseta y zapatillas, con pelos largos, vinieran a usurpar lo que creen suyo. Por derecho natural. Pero, con ser el aspecto y las maneras causa de desagrado, lo que más dolía era que la gente del común hubiera osado dar ese paso. Podría ser un muy peligroso precedente. Y era preciso combatirlo de raíz.

Por ello, desde el primer momento, sin esperar a esos cien días de cortesía que se suelen aplicar a la política, la labor de zapa, la crítica inmisericorde, se convirtió en el pan nuestro de cada día. Cierto que en algunas, demasiadas ocasiones, la impericia y bisoñez de Zaragoza en Común facilitó, y facilita, críticas que pudieran ahorrarse y que empañan la gestión municipal. Pero los heraldos del despropósito se empeñan en que el árbol no permita ver el bosque.

Desde el primer momento, si algo ha caracterizado al gobierno municipal ha sido su voluntad de ordenar las cuentas del ayuntamiento. Ordenarlas en dos sentidos. Por un lado, y a ello se ha aplicado con celo Alberto Cubero, detectando los escandalosos incumplimientos y mentiras de ciertas contratas (¿recuerdan esos cientos de papeleras cuya pintura se facturó y que ni siquiera habían sido instaladas, por poner solo un ejemplo?). Por otro, ajustando los procedimientos para evitar gastos superfluos y para reducir las deudas con los bancos, a lo que se ha aplicado con maestría Rivarés. Esto último nos ha permitido salir del plan de ajuste, con el apoyo, insólito, del conjunto de la oposición, excepto de un PP empeñado en hacer, como siempre, el caldo gordo a sus empresas amigas. Y se ha conseguido nada menos que cinco años antes de lo previsto y en solo dos años de gestión del nuevo equipo.

Si algo están demostrando los ayuntamientos del cambio, de Madrid, de Valencia, de Barcelona, de Zaragoza, es que saben gestionar la economía. Que saben utilizar con eficacia los recursos públicos, incluso cuando son tan escasos como en esta época de crisis. A pesar de la situación desastrosa en que PP y PSOE dejaron a estas ciudades, los gobiernos del común han conseguido reducir sustancialmente sus deudas y gestionarlas con eficacia. Y por eso, muchos dientes rechinan y crujen. A pesar de que toda la maquinaria de los poderes fácticos, sus partidos políticos, sus medios de comunicación, sus amplios entramados sociales, se hayan aplicado a una despiadada labor de descrédito, los comunes han ido a lo suyo, que era el interés de la mayoría social.

Sin duda es posible gobernar de otra manera, es posible reducir el déficit de las administraciones, es posible disminuir las deudas, es posible encontrar recursos para lo que realmente importa: la vida de las personas. Hay otro modelo diferente al que ha aplicado hasta ahora, en el que solo se buscaba el beneficio de las empresas, aunque eso supusiera el saqueo de recursos públicos. Ya no vale decir que no se pueden hacer las cosas de otro modo. El movimiento se demuestra andando y los ayuntamientos del cambio avanzan en la buena dirección. Va a ser que, si se piensa en el bien común, y no en los mezquinos intereses de unos pocos, la política puede ser otra cosa.

*Profesor de Filosofía.

Universidad de Zaragoza